Durante cuarenta años la voz de
Oswald Lawrencefue escuchada a diario por millones de personas en el metro de
Londres; su modulada voz advertía a los despistados de que tuvieran cuidado de
no caer en el hueco entre el vagón y la plataforma. “Mind the gap” sonó en
los andenes, hasta que en el año 2012 la voz de Oswald fue
reemplazada por una grabación digital.
Oswald Lawrence había muerto quince
años atrás pero durante ese tiempo su viuda no dejó de frecuentar la estación de
Embankment cada día esperando sentada en un banco, entre la multitud acelerada,
para oír aquella voz familiar y reconfortante. Algo que le hacía sentirse más
próxima a su marido fallecido. Por eso cuando dejó de escucharla se sintió devastada,
como si lo hubiera perdido por segunda vez. Uno de los empleados de la estación
se enteró y decidió grabarle en un Cd aquella frase. Poco después la empresa de
trasportes públicos de Londres decidió que la grabación de Oswald Lawrence
tenía que seguir sonando al menos en una estación, en la estación más cercana a
la casa de su viuda, para que así ella pudiera escucharle como siempre había
hecho, sentada en un banco, reconfortada por la voz familiar de la persona a la
que había amado.
Este mismo año Luke Flanagan
presentada en el London Short Film Festival este año el corto que podéis ver a
continuación basado en esta emotiva historia.
Con el tiempo las casas se convierten en lo que son
los que las habitan.
Una casa puede albergar sueños y fantasmas, ser una
trampa, una cárcel, un lugar para ser uno mismo o un sitio al que estar atado
de por vida.Una casa no siempre es un hogar pero un hogar siempre es una
sensación. Y una película de fantasmas victorianos puede ser al mismo tiempo una
historia de amor. Amor que justifica cada acto por perverso que sea. Amor que
crea monstruos, que puede ser pasional o enfermizo, dulce o tierno. Amor que
nos hace mejores. Amor al que nos entregamos ciegamente creyendo que nos
salvara, de nosotros mismos o de la soledad.
Amor, catalizador de miserias o bondades.
La cumbre escarlata no es una película de miedo. Los
fantasmas que la pueblan no son fantasmas. Son metáforas del pasado. Igual que
su escenario principal, esa fantástica y decrepita mansión rodeada de nieve y
arcilla roja, no sólo es un escenario. Simboliza lo que se han convertido sus
moradores. Un agujero en el tejado. Paredes que resuman la espesa arcilla que
poco a poco va engullendo la casa. Un húmedo ascensor que es una garganta
enferma, un sótano donde se esconden bajo llave muchos secretos. Paredes frías,
como una piel erizada por el miedo y la tristeza. Y cercándola kilómetros de
desolación, de llanura yerma, como una alusión a lo que significa vivir de
espaldas al mundo, encerrados en una
macabra subsistencia. Porque nada florece donde no hay amor. Y lo que brota de
esa tierra es algo denso y oscuro, algo que va carcomiendo los cimientos de
nuestra existencia hasta consumirnos. El amor no siempre puede salvarnos de
nosotros mismos.
La cumbre escarlata es ante todo un espectáculo visual
de colores vibrantes, donde destaca como no podía ser de otra manera ese
escarlata que brota del suelo y las paredes, y con el que se nos presenta a uno
de sus personajes principales, envuelta en una seda tan roja como la sangre. Azules,
morados o amarillos; el vestuario es
increíble, a la altura del diseño de los escenarios que respiran por sí mismos
y que se convierten en ejes fundamentales de esta historia; convirtiéndose en uno
de los aspectos más cuidados de la película junto a la fotografía.
Hay muchos guiños y referencias, como esa pelota roja
que recuerda a esa otra de Al final de la escalera. O ese romanticismo gótico,
intenso y pasional que evoca al de Mina
y el Conde en la película de Francis Ford Copolla. Esa estructura de una
historia de las hermanas Brönte, ese ambiente oscuro y ponzoñoso de un cuento de
Edgar Allan Poe. O esa protagonista que comparte cosas en común con la chica
sin nombre de la Rebeca de Hitchcock. Quizás hay demasiados retales en esta
historia. No hay sorpresas en su trama previsible, culpa de un guión demasiado
básico, pero suficientemente solvente para entretener las dos horas que dura la
película, y ser al mismo tiempo un homenaje a aquellas añejas y polvorientas producciones
de la Hammer.
Mia Wasikowska, Jessica Chastain y Tom Hiddleston son
el trío protagonista, y los tres destacan en su labor, consiguiendo que sus personajes
tengan aristas y caras.