El Durango era el único bar del pequeño y perdido pueblo de pescadores de San Fernando. Su dueño, un individuo altísimo y de carácter taciturno, lo había heredado de su padre hacía cuarenta años, y desde entonces se conservaba tal cual, incluidas las largas y negras telarañas que colgaban de sus abombadas paredes.
El bar era un lugar sombrío. La luz eléctrica era un milagro que rara vez se daba en El Durango. Por las dos sucias ventanas entraba la luz del sol, tenue y polvorienta, que apenas conseguía iluminar el local, siempre lleno de alargadas y profundas sombras. Rara vez se encendían los fluorescentes llenos de cagadas de mosca. Todo tenía un aspecto adormecido, inmutable. Lo único que cambiaba en El Durango era la hoja del almanaque al terminar el mes.
El Durango no era el lugar más limpio del mundo pero se bebía y comía como en ningún otro sitio; mérito exclusivo de Paco “El largo”. Nadie preparaba con más esmero que él las tapas de pulpo, de boquerones y calamares. Además, y a pesar de ser tremendamente callado, Paco tenía muy buena mano izquierda; requisito imprescindible para un oficio como aquel.
Yo lo conocí de casualidad. Acompañaba al viejo Bartolomé hasta su casa. Habíamos recorrido unos cuantos kilómetros cuesta abajo y estábamos sedientos. El oxidado cartel de El Durango tuvo en nosotros el mismo efecto que un neón luminoso. Bartolomé rara vez frecuentaba el bar, no le gustaba beber y prefería pasar sus tiempos muertos en el cementerio. Pero aquel día el calor había pegado fuerte durante toda la jornada y la larga caminata nos había hecho perder mucho líquido. Entramos encandilados al sombrío interior. Los presentes se lanzaron con alegría a saludar al viejo mientras yo tanteaba a ciegas un lugar para sentarme en la barra. Sombras incandescentes bailaban en mis retinas. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad pude contemplar aquel lugar pintoresco y a sus pintorescos parroquianos. Saludé circunspecto, intimidado por la algarabía, y enseguida noté miradas desconfiadas a mí alrededor.
La barra, barnizada con tinta muy oscura, estaba pulida y resplandecía. Muchos codos habían descansado allí a lo largo de los años. Bartolomé pidió por los dos y en honor del viejo, Paco, “El largo”, nos sirvió una nueva ronda de un vino que él mismo elaboraba. Poco a poco fui cogiendo confianza gracias al calorcillo de aquel vino dulce. El viejo Bartolomé también se soltó bajo el influjo pernicioso de aquella bebida abrasadora.
Apuramos los vasos uno tras otro hasta que acabamos cantando, más alegres de la cuenta. Nunca había cogido una cogorza como aquella y tan rápidamente. Se me soltó la lengua y terminé hablando de mis viajes a través del país, quizás alardeando más de la cuenta de mi holgada situación. Hacía rato que uno me miraba fijamente. Una mirada poco amistosa llena de resentimiento. Debía estar preguntándose quién diablos era yo que podía permitirse el lujo de estar seis meses sin trabajar y encima derrochar sus ahorros en viajecitos. Supe más tarde que ese chico llevaba más de dos años en paro, había agotado todas las ayudas del gobierno y subsistía gracias a los padres y suegros y al dinerillo que conseguía haciendo pequeñas chapuzas. Al igual que todos, había apurado más vasos de los recomendables y se sentía agitado. Envalentonado por los vasos de más se me encaró. Le ignoré y aquello avivó más su enfado. Acabó sujetándome del cuello de la camisa. Me habló a escasos centímetros de la cara asfixiándome con la pestilencia etílica que salía de su boca. Le empujé a un lado y se apoyó en la lustrosa barra tratando de aguantar el equilibrio. A esas alturas todos los que llenaban el bar habían enmudecido y observaban la escena con curiosidad y sorpresa. Paco el largo hizo acto de presencia tratando de apaciguar los ánimos encendidos.
“Una ronda calamares para todos” proclamó haciendo que los presentes vitorearan. Pero aquello no tuvo efecto en mi oponente.
–Todos los tontos tienen suerte –espetó, hundiendo su manaza en mi hombro–. Hay que joderse, media vida parando en este bar y nunca se me ha invitado a nada, ni dejando buenas propinas cuando podía se me ha perdonado la tapa pulpos o el vaso vino. Y cliente más leal que yo no hay. Ya lo sabes, Paco, que no perdono ni un día. Aquí, clavado a las cinco, todos los días. Y llega el señoritingo este y todos los privilegios pa él.
–No digas tonterías, Joaquín. Yo siempre he estado para todos, aún perdiendo dinero.
–Eso es cierto, Joaquín, bien lo sabes tú. Anda, sal a tomar el fresco un rato, no has debido beber tanto –exclamó uno.
Bartolomé me miraba serio.
–Si la causa del malestar es mi amigo nos vamos y santas pascuas –intervino el viejo.
–De eso nada –dijo Paco–, en esta casa a los forasteros siempre se les ha recibido bien y no va cambiar la cosa ahora. Quédense y disfruten de los calamares. Y tú, no me pongas esa cara y únete a la fiesta, quizás no vuelva a repetirse.
Joaquín me miraba fijamente y yo a él, no sabía qué decirle pero le tendí la mano dispuesto a olvidar el asunto. Él miró la mano con extrañeza. Todos nos miraban gritándonos enaltecidos que nos estrecháramos la mano de una santa vez y dejáramos de tocar las narices. Joaquín cedió pero cuando iba a apretarme la mano resbaló desde la barra, tan lisa como una pista de patinaje. Los parroquianos celebraron la costalada con risotadas y así fue como todo volvió a su cauce.
Ayudé a levantarse a Joaquín y seguimos disfrutando de la velada, entre risas y anécdotas varias.
El Durango se convirtió en un refugio aquellos días especiales que pasé en San Fernando. Incluso acabé ganándome la amistad de Joaquín.
Siete días más tarde, el último día de mi estancia en el pueblo, Paco el largo me invitó a una última ronda y junto a todos los habituales de El Durango brindamos por los días soleados, por los caminos empinados y por los amigos que llegan por sorpresa.
A veces, cuando siento nostalgia de aquellos días miro las fotos de mi viaje. El Durango, sombrío y viejo, con sus paredes blancas, molidas por el sol y el salitre, azotadas por un viento incesante, varado en el tiempo, se aparece entonces, y no puedo evitar sonreír tristemente. Al contemplar las fotografías de aquellos amigos, de mi mismo, siento que todo sucedió en otra vida.
Ilustración: Fernando Azcoytia