Eran otros tiempos, de grandes hazañas y empresas imposibles, por eso no era de extrañar que cientos de guerreros aguardaran ansiosos a las puertas de la ciudad una oportunidad para cazar al dragón. Pero ninguno lo consiguió.
La hambrienta criatura recrudeció sus ataques y en pocos meses la población se vio mermada. Los ancianos del lugar se reunieron para debatir las medidas a tomar. Pero no llegaban a un acuerdo y entre tanto los aldeanos, impotentes, veían como su ganado, sus cosechas, sus casas y sobre todo sus vidas estaban expuestas impunemente a la crueldad del dragón. Se vivían horas inciertas. Algunos aldeanos, desesperados, abandonaban la seguridad de sus hogares y, aventurándose solos, sin más protección que sus oraciones, emprendían la huida a través de las montañas.
Pero cuando todo parecía perdido llegó al pueblo un guerrero tan oscuro como la noche, conocido en otras tierras por su arrojo y valentía, llamado Veheim. Veheim era un hombre siniestro de rostro rojizo, ojos grises como la ceniza, y labios finos y feroces. Los ancianos, impresionados, accedieron a pagarle la elevada recompensa que pedía por el temor que les inspiraba. Veheim parecía tan seguro de poder dar caza al dragón que todo el pueblo empezó a albergar esperanzas de que así fuera.
Solo, sin más arma que un escudo, Veheim luchó a muerte contra el dragón y lo venció. El pueblo entero voceaba el nombre de Veheim pero cuando llegó el momento de cobrar lo convenido los sabios ancianos se negaron a hacerlo alegando que sin cadáver no habría recompensa. El cuerpo del dragón había ido a parar a un lago muy profundo de aguas frías, quietas y muy oscuras. Veheim se zambulló en las aguas verdosas y buceando se perdió de vista bajo la atenta e impresionada mirada de los aldeanos. Cuando salió a la superficie minutos después en su rostro era evidente la decepción. Nunca antes había experimentado aquello. Ninguna proeza, por difícil que fuera, se le había resistido jamás. Los sabios, satisfechos por la descubierta debilidad de Veheim, regresaron a la aldea olvidando pronto el asunto. Poco después los habitantes del lugar les siguieron. El valiente guerrero se quedó solo, abatido y sin recompensa. Durante días Veheim intentó sin éxito recuperar el cuerpo escamoso del feroz animal pero sus pulmones no se lo permitieron. El lago era tan profundo que aquella gesta parecía del todo imposible.
Todo volvió a la normalidad en aquella pequeña región encajada entre montañas. Los aldeanos retomaron sus labores del campo, los sabios ancianos se recluyeron en sus hogares, y los huidos regresaron. Sin rastro del dragón que condicionara sus vidas la calma se instaló en el pueblo.
Pasó mucho tiempo y cuando ya nadie se acordaba de los días inciertos del pasado una sombra volvió a surcar los cielos plomizos. Un guerrero, montado a lomos de un dragón inmenso, rojo como la sangre, se abatió sobre el pueblo y los sorprendidos aldeanos. Veheim había conseguido recuperar al dragón del fondo del lago aunque para ello había tenido que vender su alma al diablo.
Decidido no sólo a salvar su deuda sino a llevar a término su venganza redujo a cenizas los campos y los templos en donde se habían refugiado los aldeanos más temerosos. El fuego consumió la aldea bajo la aterrada y suplicante mirada de los ancianos que, durante aquella noche infernal, observaron con impotencia como lo que habían construido era engullido por las llamas y la ira del guerrero.
La mañana descubrió un lugar devastado. Un silencio de muerte sorprendió a los únicos supervivientes, entre los que se hallaban los sabios ancianos. Veheim había decidido conservarlos con vida por una razón.
Ahora, el guerrero del dragón iba a cobrarse lo que era suyo. Bajo la amenaza de otro ataque los ancianos accedieron a pagar a Veheim el doble de lo acordado cada mes durante los doce siguientes. Los ancianos estaban demasiado asustados para negarse y no tuvieron más remedio que someterse a las pretensiones del guerrero.
Hasta que un día no pudieron más. Los pocos habitantes que habían conseguido salir con vida del ataque agonizaban por falta de comida. Ya no quedaba oro con que pagar al guerrero. Después de largas horas de debate los sabios encontraron una solución. Visitaron a una bruja blanca que vivía en una cabaña en lo alto de la montaña y le ofrecieron el último oro que tenían a cambio de un hechizo.
La bruja blanca maldijo al caballero del dragón condenándolo a vivir para siempre en la línea del horizonte, atrapado entre la luz y la oscuridad. Cuenta la leyenda que, cada día al caer el sol se les puede ver si te fijas bien.