Aquel caserón enorme y carcomido por el paso del tiempo siempre me había llamado la atención. Mi fascinación se debía, principalmente, al contraste que ofrecía con las otras casas del barrio.
Aquella casa señorial desprendía historia por los cuatro costados, a pesar de que el progreso la había dejado encajada entre construcciones más modernas, otorgándole el extraño aspecto de un galeón varado en una orilla. La carretera nueva había cercenado parte de su maravilloso jardín y la había acercado a los ojos de la gente. Pero era difícil no reparar en ella de todas formas. Había algo en su presencia inquietante que parecía llamar a gritos a cualquiera que se le acercara.
Una escalinata de piedra conducía hasta la entrada, en donde aún eran visibles las sombras de su majestuoso pasado. El techo de madera había desaparecido por obra del fuego y la lluvia constante que había enmohecido sus vigas. No tenía ventanas, y desde fuera se vislumbraba parte de su lujoso interior, ennegrecido por el violento incendio que la había aniquilado desde dentro.
Se contaban muchas historias sobre esa casa, sobre el incendio y los extraños habitantes que la ocuparon muchos años atrás. Nadie recordaba sus nombres, pero si el temor instintivo que despertaban en sus vecinos.
En aquel tiempo, aquel lugar umbrío y aislado apenas contaba con unos pocos y solitarios caserones repartidos a lo largo de un camino bordeado por álamos negros.
Debido, quizás, al sentimiento de aislamiento que ofrecía aquella pequeña comunidad enterrada en lo profundo de un bosque era más fácil creer en las murmuraciones de la gente malintencionada, sobre todo si el blanco de esas murmuraciones no hacía nada para desmentirlas. El carácter huraño de los habitantes del viejo caserón facilitaba que dichos rumores se extendieran y la gente acabara dándolos por ciertos. Se decía que practicaban magia negra, y que más de una vez se les había visto realizar aquelarres en los bosques cercanos.
Cuando uno de los niños del pueblo apareció muerto tras una semana desaparecido las miradas acusatorias se dirigieron a los silenciosos habitantes del caserón. Tal fue la histeria causada por el horrible suceso que nadie dudó de su culpabilidad. Aquella misma noche una horda de exaltados prendió fuego a la casa de los álamos negros con todos sus habitantes dentro. Extrañamente, la casa sólo ardió por dentro y aunque el techo resultó seriamente dañado, su estructura de madera permaneció prácticamente intacta.
Nunca se encontraron los cuerpos, aunque había gente que aseguraba haber escuchado sus gritos agónicos la noche del incendio lo que parecía asegurar su presencia en la casa. Resultaba imposible precisar qué había pasado con ellos, aunque muchos dieran por cierto que debían haberse desintegrado completamente. Claro que también podían haberse salvado, y era esa escalofriante sospecha lo que quitó el sueño a los vecinos de aquella bárbara comunidad.
Algunos días después el autor real del asesinato del niño fue detenido, y una losa cayó sobre quienes habían tomado la justicia por su mano. Después de todo habían matado a unos inocentes, aunque nadie se sintiera especialmente arrepentido por ello. Eran una amenaza, una silenciosa amenaza que debía ser aniquilada. Y ellos sólo habían actuado en consecuencia, los habían aniquilado. De todas formas, ¿quién iba a enterarse? Aquellos pobres desgraciados no tenían familia, no se relacionaban con nadie, y nadie iba a echarles de menos.
Había sido por el bien de todos, se repetían; por el bien de la comunidad.
Entonces otros rumores empezaron a circular por la aldea. Algunos contaban que habían escuchado lamentos en lo profundo del bosque. Otros decían que habían visto huellas, restos de fogatas y animales descuartizados. “Tal vez sigan vivos” se dijo. “Quizá heridos, pero vivos en alguna parte esperando el momento oportuno para vengarse…”
Pronto sus temores se vieron confirmados. La casa de uno de los principales incitadores del incendio se quemó con él y toda su familia dentro; y a diferencia de lo que había pasado con la casa de los álamos negros, no quedó piedra sobre piedra. Sus cadáveres carbonizados fueron hallados entre los restos con expresión de profundo horror.
Aquella era la prueba fehaciente que necesitaban. Sus sospechas sólo podían que ser ciertas.
Una semana después una segunda casa se quemó. El pánico se extendió en la pequeña comunidad. A pesar de sus esfuerzos ninguna casa de las que constituían la aldea se libró del fuego y la destrucción. Los que consiguieron huir antes de que el fuego les cercara nunca volvieron a pisar aquel lugar, y aún así no consiguieron librarse de la maldición. Ninguno de los que habían participado en el incendio se libró de la muerte. El viejo caserón fue la única construcción que quedó en pie, como único testigo de los horrores que allí habían tenido lugar. La maleza cubrió los restos de las casas incendiadas. El bosque se cernió sobre todo respetando únicamente la vieja casa, como si hubiera un pacto entre la naturaleza salvaje y ella. Y durante años, incluso siglos, nadie habito aquellos contornos.
El devenir de los años cercó el bosque; tierras de cultivo ganaron terreno a los árboles, y más tarde las tierras ganadas al bosque se edificaron, hasta que los edificios rodearon la casa y todos sus terrenos adyacentes. Los secretos de aquella vieja ruina habían hibernado durante demasiado tiempo. Casi nadie recordaba lo que había pasado y los que tenían edad para recordar lo relatado por sus padres y abuelos eran muy viejos para detallar la historia tal cual la habían oído. No quedaba nadie que reclamara aquella casona como suya, y tampoco había motivo para seguir manteniéndola en pie.
El día que iba a demolerse nadie del barrio quiso perdérselo. Aquella casa siniestra había sido un elemento fijo e invariable en el escenario de nuestras vidas. Las maquinas excavadoras irrumpieron en el aún espacioso jardín, pero cuando se aproximaban a la escalinata de piedra una lengua de fuego surgió del interior de la casa. En cuestión de segundos el caserón quedó envuelto en llamas; llamas que bramaban con una fuerza atronadora.
A pesar de los metros que nos separaban del fuego, el calor que surgió de aquel infierno envolvió a todos los que nos habíamos acercado para observar la demolición como si de una pesada y sofocante manta se tratase. Sentí el calor en las mejillas y en los ojos, pero aún así no conseguí cerrarlos; el espectáculo del fuego era demasiado hipnótico, y la belleza de las llamas demasiado turbadora.
Los hombres de las excavadoras quedaron acorralados y nadie pudo ayudarlos. En pocos minutos el fuego se descontroló y saltó hacía la hilera de álamos negros. Cuando llegaron los bomberos el fuego reptaba de arbusto en arbusto amenazando con prender las casas próximas. Durante horas se luchó contra el incendio y sólo se consiguió extinguirlo gracias a una proverbial lluvia que sofocó las llamas y enfrió los rescoldos. Durante aquella triste madrugada el fuego de la vieja casona fue visible desde muchos puntos de la ciudad. Yo lo observé desde mi habitación, hechizada como otras veces por el influjo de sus paredes que ardían sin consumirse. A la mañana siguiente, la casa había sumado nuevas victimas a su larga trayectoria sangrienta. Los dos hombres de las excavadoras y dos bomberos se unieron a su saldo final.
El fuego que había ardido con furia dieciocho horas seguidas logró, esta vez sí, consumir la estructura de madera. Sólo quedó en pie la escalinata de piedra y el viejo sótano, en el que fueron encontrados cuatro cadáveres momificados. La visión de aquellos cuerpos helaba la sangre. Nadie había contemplado nunca expresiones de horror y dolor semejantes.
El solar en el que se había erguido la casa fue tapiado y abandonado una vez más. La naturaleza, como había hecho en el pasado, cubrió las cenizas borrando cualquier rastro. Una extraña calma cayó sobre aquel lugar que siguió aislado del mundo. La oscura leyenda de la casa de los álamos negros había escrito su último párrafo.