Son días extraños. Hace mucho frío. No ha parado de llover. Parece que todo el mundo está de mal humor. Los coches, las prisas, las compras de última hora, y el inevitable trancazo de final de año me están torturando estos días. Sin embargo, ha habido una cosa buena hoy, el jefe nos ha dado una alegría: nos ha invitado a desayunar. Es un detallazo, viniendo de su parte, porque según dicen, yo lo conozco muy poco, es más agarrado que un chotis. No sé si será agarrado o no, pero el bocadillo me ha sentado hoy de muerte, y sinceramente se lo agradezco aunque no se vuelva a repetir hasta el año que viene.
Estoy tan cansada que no tengo fuerzas para escribir. Estos madrugones me están matando. Odio madrugar, odio desayunar tan temprano y tener que correr cada mañana bajo el sereno helado hasta la estación. Odio la gente en navidad y trabajar en lo que trabajo. Odio escribir como si fuera un feje indio, y odio por encima de todas las cosas esta dislexia mía que me hace escribir feje en lugar de jefe...
Estoy deseando que acaben estas, entrañables, fiestas. Llevamos dos meses de intensa campaña navideña y mis nervios no pueden soportarlo más. ¿Me estaré convirtiendo en un Mr. Scrooge cualquiera, malhumorada siempre, malencarada, dura y esquinada como el pedernal…? Odiaría verme alguna vez así, pero tengo que reconocer que la navidad saca lo peor de mí. Estoy siendo injusta, ya lo sé, qué culpa tiene la navidad del consumismo desatado, y de la locura general. Sí, si ya lo sé, me estoy dejando arrastrar por mis sentimientos, o mejor dicho, por el dolor de espalda y el sueño atrasado y el gripazo que, fiel como cada año, se presenta para aguarme, literalmente, las fiestas. En el fondo me siguen gustando estas fechas, aunque no sean ni una sombra de las navidades de antes.
El día de nochebuena se armó el belén en mi barrio. Unos chicos estaban tirando petardos por ahí, y al parecer uno cayó, accidentalmente o eso se presupone, en la puerta del garaje del médico, lo que fue el detonante de una gran pelea. El médico es uno de los últimos vecinos que llegó al barrio, hace unos diez años más o menos; suficiente tiempo para dejar de ser el nuevo aunque no lo suficiente tratándose de él. Nunca le ha preocupado ganarse la simpatía de nadie, y como si se tratará de Mr Scrooge siempre ha mantenido las distancias con todo el mundo, y no por timidez. Aquel día, durante toda la mañana y tarde se habían escuchado petardos, voladores, y mucho alboroto, cosa normal en estas fechas. Aquellos chicos del barrio, serían seis o siete, bajaban de una de las calles de arriba, iban armando jaleo, y estaban muy exaltados.
El médico salía justo en ese momento y observó con su privilegiada vista de lince cómo uno de los petardos caía sobre su puerta de garaje. Los increpó y los chicos al principio respondieron de buen rollo. Sin embargo el médico prosiguió con su reprimenda, quizá en un tono no muy adecuado. Uno de los chicos le insultó y el médico, herido en su orgullo, le siguió…buscándole las cosquillas. El chico, que se vio acosado por el médico, continuo lanzándole... piropos, y el médico, que cada vez se exaltaba más, le posó una mano sobre el hombro con no sé qué intenciones pero con pésimas consecuencias. El chico le golpeó, el médico respondió, y los dos se enzarzaron como gallos de pelea. El hijo del médico y su mujer salieron corriendo al escuchar el griterío y se encontraron con el jaleo armado. Gritos de todo tipo, insultos varios y un escándalo como hace tiempo no se presenciaba en el barrio. Resulta que la bronca fue subiendo en intensidad, y al final tuvo que venir una ambulancia y hasta la policía. Mi padre fue “testigo” junto con otros vecinos del incidente, y dicen que estaban intentando convencer al médico para que se fuera a su casa pero el hombre estaba fuera de si y no hacía caso a nadie.
En el barrio no se habla de otra cosa. La pelea ha pasado a ser el tema estrella en las tertulias de los bares y supermercados, y cada uno tiene una versión diferente de lo sucedido. Se añaden o se quitan cosas y como una bola de nieve el cuento de la pelea se va haciendo cada vez más grande, y más disparatado. Ya no son seis los chicos, ahora son diez, y skin hear, nada más y nada menos, y la imaginación de cada uno de mis vecinos va añadiendo y condimentando este guiso con cosas de su propia cosecha. Después de la tormenta siempre llega la calma. Y eso es lo que ha llegado al barrio; una calma total que tal vez es el preludio perfecto para la gran fiesta de fuegos artificiales de fin de año.
Al médico se le ve pasar, serio como siempre, con su brazo en cabestrillo, y todo el mundo lo mira sin querer, como de reojo, y cuando alguien habla de lo sucedido en sus caras se asoma una sonrisa de satisfacción. Tal vez esté mal decirlo, pero en su interior, estoy segura, piensan que no ha estado mal que alguien le bajara los humos, aunque fuera a mamporrazos.
Me he acordado de esta gran película del gran actor Paco Martínez Soria a raíz de esto. Se armó el belén es una película de 1969 y narra una historia sencilla, la de un cura algo anticuado que es destinado a una parroquia de un suburbio de Madrid donde intenta, por todos los medios, ganarse el afecto de sus nuevos feligreses. La verdad es que los años no pasan en balde, y los treinta y nueve años que tiene ya esta película se notan. Pero se pasa un rato muy entretenido. La recomiendo.