Cada
estación tiene un olor, igual que un color. Al verano siempre le pintan
amarillo, como un gran sol, como el trigo reseco, como la piel de un melón, o
como los limones. Amarillo, refrescante e intenso. La primavera es verde. El
invierno suele ser blanco o gris. El otoño es una explosión de colores tierra,
gama de rojos oscuros y de mostaza. Cada estación tiene un color y un olor.
A
mi el verano me huele a mar, a salitre, a polvo.
Me
huele a aventura, a noche estrellada, a sandia.
Inevitablemente
a crema solar y toallas mojadas.
Me
huele a atardecer sobre las rocas volcánicas.
A
grillos, a cortinas suaves mecidas por la brisa, a ropa ligera y sabanas de
algodón. A ropa tendida secada al sol.
Me
huele a esmalte de uñas verde pistacho, y a limonada con mucho hielo.
Me
huele a lechuga fresca, a tomates con orégano y sal, y aceitunas verdes. Me
huele a piña, un olor dulzón y empalagoso, que puedes saborear con la nariz. A
coco y frutas de piel de terciopelo. A manzanas verdes que se deshacen en la
boca.
A
piel bronceada, a viajes que se inician sin mapas.
A
naturaleza vibrante. Árboles de lánguidas ramas, como el sauce, solitario y melancólico.
Eucaliptos, a madera y lavanda.
A
pies en remojo en los charquitos de La Punta.
A
calor tórrido y sofocante concentrado en los muros.
Me
huele a cal, a pintura nueva que cubre las humedades del invierno.
A
césped cortado y a helados de vainilla.
Me
huele a postre de canela. A arroz amarillo y a marisco. A pescado frito. A
barbacoa y hogueras que calcinan lo que ya no sirve para atraer la buena suerte.
A
incienso y a siesta.
A
gel y piel resplandeciente tras un baño. A esa lluvia de cinco minutos sobre el
asfalto. A cielo de mil colores y rayos verdes en el horizonte.
A
sandalia y cuero.
A
oportunidad.