16 de noviembre de 2015

La voz del metro. Mind the gap.



Durante cuarenta años la voz de Oswald Lawrence fue escuchada a diario por millones de personas en el metro de Londres; su modulada voz advertía a los despistados de que tuvieran cuidado de no caer en el hueco entre el vagón y la plataforma. “Mind the gap” sonó en los  andenes,  hasta que en el año 2012 la voz de Oswald fue reemplazada por una grabación digital.
Oswald Lawrence había muerto quince años atrás pero durante ese tiempo su viuda no dejó de frecuentar la estación de Embankment cada día esperando sentada en un banco, entre la multitud acelerada, para oír aquella voz familiar y reconfortante. Algo que le hacía sentirse más próxima a su marido fallecido. Por eso cuando dejó de escucharla se sintió devastada, como si lo hubiera perdido por segunda vez. Uno de los empleados de la estación se enteró y decidió grabarle en un Cd aquella frase. Poco después la empresa de trasportes públicos de Londres decidió que la grabación de Oswald Lawrence tenía que seguir sonando al menos en una estación, en la estación más cercana a la casa de su viuda, para que así ella pudiera escucharle como siempre había hecho, sentada en un banco, reconfortada por la voz familiar de la persona a la que había amado.



Este mismo año Luke Flanagan presentada en el London Short Film Festival este año el corto que podéis ver a continuación basado en esta emotiva historia.


11 de noviembre de 2015

La cumbre escarlata



Con el tiempo las casas se convierten en lo que son los que las habitan.
Una casa puede albergar sueños y fantasmas, ser una trampa, una cárcel, un lugar para ser uno mismo o un sitio al que estar atado de por vida. Una casa no siempre es un hogar pero un hogar siempre es una sensación. Y una película de fantasmas victorianos puede ser al mismo tiempo una historia de amor. Amor que justifica cada acto por perverso que sea. Amor que crea monstruos, que puede ser pasional o enfermizo, dulce o tierno. Amor que nos hace mejores. Amor al que nos entregamos ciegamente creyendo que nos salvara, de nosotros mismos o de la soledad.  Amor, catalizador de miserias o bondades.



La cumbre escarlata no es una película de miedo. Los fantasmas que la pueblan no son fantasmas. Son metáforas del pasado. Igual que su escenario principal, esa fantástica y decrepita mansión rodeada de nieve y arcilla roja, no sólo es un escenario. Simboliza lo que se han convertido sus moradores. Un agujero en el tejado. Paredes que resuman la espesa arcilla que poco a poco va engullendo la casa. Un húmedo ascensor que es una garganta enferma, un sótano donde se esconden bajo llave muchos secretos. Paredes frías, como una piel erizada por el miedo y la tristeza. Y cercándola kilómetros de desolación, de llanura yerma, como una alusión a lo que significa vivir de espaldas al mundo, encerrados  en una macabra subsistencia. Porque nada florece donde no hay amor. Y lo que brota de esa tierra es algo denso y oscuro, algo que va carcomiendo los cimientos de nuestra existencia hasta consumirnos. El amor no siempre puede salvarnos de nosotros mismos.



La cumbre escarlata es ante todo un espectáculo visual de colores vibrantes, donde destaca como no podía ser de otra manera ese escarlata que brota del suelo y las paredes, y con el que se nos presenta a uno de sus personajes principales, envuelta en una seda tan roja como la sangre. Azules, morados o amarillos; el  vestuario es increíble, a la altura del diseño de los escenarios que respiran por sí mismos y que se convierten en ejes fundamentales de esta historia; convirtiéndose en uno de los aspectos más cuidados de la película junto a la fotografía.



Hay muchos guiños y referencias, como esa pelota roja que recuerda a esa otra de Al final de la escalera. O ese romanticismo gótico, intenso y pasional  que evoca al de Mina y el Conde en la película de Francis Ford Copolla. Esa estructura de una historia de las hermanas Brönte, ese ambiente oscuro y ponzoñoso de un cuento de Edgar Allan Poe. O esa protagonista que comparte cosas en común con la chica sin nombre de la Rebeca de Hitchcock. Quizás hay demasiados retales en esta historia. No hay sorpresas en su trama previsible, culpa de un guión demasiado básico, pero suficientemente solvente para entretener las dos horas que dura la película, y ser al mismo tiempo un homenaje  a aquellas añejas y polvorientas producciones de la Hammer.
Mia Wasikowska, Jessica Chastain y Tom Hiddleston son el trío protagonista, y los tres destacan en su labor, consiguiendo que sus personajes tengan aristas y caras.

Recomendable.