Lo reconocí nada más verle. Había cambiado desde la última vez que nos vimos, pero bajo las marcadas arrugas se apreciaba aquel halo autoritario que tanto había temido en otro tiempo. Él no me reconoció, ni siquiera cuando me acerqué a ayudarle con las bolsas que había dejado caer al suelo. Sus manos temblaban como hojas.
—Espere, le ayudaré.
No levantó la vista y me sentí nervioso, y en cierta forma defraudado porque él no reconoció el tono de mi voz. Claro que debía haber cambiado mucho. La última vez que nos vimos yo tenía catorce años y él cuarenta y uno. Ahora, veinte años después, mi voz debía sonar muy diferente.
—Gracias— dijo mirándome esquivamente.
Yo no podía dejar de mirarle y se debía a que su presencia ya no me asustaba. Debió notar en mi actitud algo extraño porque se volvió para mirarme muy fijamente.
El estómago me dio un vuelco como cuando era niño y sentía su mirada sobre mí. Pero había algo extraño en él, como si los años le hubieran arrebatado algo vital. Parecía mucho mayor de lo que era.
Tampoco me reconoció cuando me miró a los ojos y entonces no supe si me sentí aliviado o enfadado.
Se dirigió cargado con las bolsas al paso de peatón y tuvo que pararse casi al momento para recuperar el aliento. Después, haciendo un esfuerzo considerable volvió a emprender el paso bamboleándose como una goleta azotada por una tempestad. Una de las bolsas se rompió y todo el contenido cayó al suelo. Me acerqué a ayudarle.
—Ya no hacen las cosas como antes —dijo con su voz ronca y vibrante—; estas bolsas parecen de papel.
— Cada vez son menos resistentes.
—Traiga— dijo arrebatándome de las manos unas latas de refresco— hay que repartir bien el peso para que no vuelva a romperse
Evaluó la carga tanteándola en la mano y su muñeca, huesuda y delgada, se dobló en un ángulo extraño.
— ¿Dónde vive? Si quiere puedo acercarle en mi coche— dije sin pensar.
—No, no está lejos, no se moleste, es bajando la calle.
Le sujeté las bolsas mientras él se incorporaba. Se apoyó un instante en mi brazo. Su contacto me puso en tensión como tantas veces en el pasado pero al mismo tiempo me confortó percibir su debilidad. Las manos firmes que tanto daño me habían hecho no conservaban nada del vigor de antaño. Le sentí enfermo y muy debilitado. Me pregunté si había sido el destino quien por fin le había hecho pagar sus abusos por medio de aquella debilidad.
—No me importa acompañarle, si no es molestia.
—Bueno— dudó, decidiendo si podía fiarse de mí—, como quiera— concedió casi al instante, esperando que el semáforo cambiara a verde.
Él trataba de parecer indiferente y casi lo estaba consiguiendo. No hice el esfuerzo de darle conversación, simplemente me paré a su lado y miré el semáforo como si pudiera traspasarlo con la mirada, tratando de evitar los recuerdos que se agolparon en mi cabeza. Evoqué la furia de la última vez que nos habíamos visto cuando cansado de los golpes había huido de casa. Sin quererlo aquellos sentimientos revivieron. De pronto me sentí rabioso, rabioso por mi infancia perdida, por todo el daño que aquel hombre me había hecho. Pero cuando le miré de reojo todo aquello se vino abajo. No podía odiarle, ni tan siquiera tenerle lástima, era una sombra de lo que había sido y no significaba nada para mí. Había soñado muchas veces con aquello. Había fantaseado con la idea de volver a encontrarlo para devolverle lo que me había hecho, pero en ese momento nada de aquello tenía sentido. No deseaba vengarme, la vida ya lo había hecho por mí, y me sentí reconfortado.
El semáforo cambió y le tendí una de las bolsas, la menos pesada, para continuar la marcha. En ese momento mi muñeca derecha quedó al descubierto y él pudo ver la cicatriz zigzagueante y pálida que me recorría el antebrazo. Noté como su rostro, cetrino y chupado, perdía el poco color que aún conservaba y como sus pupilas se dilataban. Me había reconocido, precisamente, gracias aquella cicatriz que había sido obra suya. Se quedó paralizado un instante, y sujetando la bolsa avanzó por el paso de peatones disimulando la sorpresa. Le seguí con el corazón en un puño. Debía estar preguntándose por qué hacía aquello después de todo. Lo mismo que me preguntaba yo.
Se volvió para indicarme la dirección, y para asegurarse de paso de cuales eran mis intenciones y si podía estar seguro dándome la espalda. Me examinó con ojos escrutadores, repasando con atención mi rostro y la envergadura de mis espaldas. Supongo que debió de sentirse muy impresionado por mi cambio físico, aunque lo que a él le preocupaba de verdad era saber si aún le odiaba y si ese odio podía ponerle en una situación comprometida. Apartó la vista, intimidado, y eso me supo a triunfo. Si hubiese querido hubiera podido aplastarle la espalda con una mano, partir aquellas finas muñecas o hundir su nariz de un puñetazo. Hubiera podido devolverle uno a uno los golpes que tenía grabados en el alma pero no quería. Aquel ser me era indiferente, o casi indiferente. Aún sentía algo por él, la misma lástima que se puede sentir por un perro viejo, o puede que aquello que sentía sólo fuese curiosidad; simplemente curiosidad por saber cómo había seguido viviendo después del infierno que nos había hecho pasar, por saber cómo era posible que siguiera respirando un ser como aquel.
Caminé a su lado en silencio, observando la hilera de casas viejas que constituían su barrio. Un barrio marginal y silencioso, muy sombrío y poco acogedor que parecía estar arrinconado entre edificaciones de reciente construcción. Se paró en un portal sin puerta. Observé, mudo, el estado del edificio. La pintura de la fachada se descascarillaba por la humedad y toda clase de basura se acumulaba en los rincones, pero él no se sintió avergonzado. Me ofrecí a subirle las bolsas pero él se negó.
Tenía en la garganta algunas preguntas que no quisieron salir y que tampoco me forcé a hacer. De todas formas aquello nunca había sido nuestro fuerte.
Me despedí y él empezó a subir las escaleras con mucha dificultad. Cada peldaño era un esfuerzo enorme que sus rodillas soportaban a duras penas. Todo su ser crujía como si fuera a desarmarse de un momento a otro; jadeaba, pero había una resolución en él que me sorprendió. Quería lucirse ante mí, darme a entender que no estaba tan acabado, pero era evidente que sus esfuerzos eran inútiles. Aquella demostración le estaba dejando extenuado.
Entonces el asa de la bolsa volvió a romperse, e incapaz de sortear el contenido que cayó en sus pies, se precipitó hacia delante. Pensé que se rompía como un jarrón lanzado contra el pavimento, pero aquel endeble cuerpo apenas sonó cuando cayó sobre el escalón. Corrí escaleras arriba, instintivamente, y él se volvió azorado, humillado, con los ojos rojos como una furia. Le daba rabia verme allí, que hubiera sido testigo de aquello. Maldijo, y aferrando sus manos consumidas a la barandilla se levantó sin mi ayuda.
— ¿Por qué has venido?—me gritó— ¿Qué quieres…que te pida perdón, que te diga que me arrepiento? ¿Eso te gustaría, verdad?
Me miró fijamente.
— ¿Qué es lo que quieres? ¿Una disculpa? Te preguntas por qué lo hice todas las noches, ¿no? Lloras cuando lo recuerdas, aún te duele.
Sonrió.
—Esa es mi satisfacción, saber que nunca lo superaras. No mereces olvidar el dolor que te hice., lo merecías. Tú y tu madre, ¡todos! Os odiaba. Me destrozasteis la vida.
Había tocado los resortes para hacerme saltar. Había pensado que aquel viejo carcamal podía arrepentirse algún día, pero seguía siendo el mismo monstruo que yo recordaba. Ni la vejez ni la enfermedad lo habían ablandado.
Había tocado donde más dolía. Pero él ya no me afectaba. Los años me habían curtido.
Le miré a los ojos y él me sostuvo la mirada hasta que finalmente desvió la vista.
Sonreí, alejándome de allí.
Imagen: Nacho Puerto
6 comentarios:
Buen relato de terrores antiguos y almas laceradas, me gusta el tono que le has dado; hay tantas lamas asi por el mundo adelante y de gente que por mucho que haya vivido no ha aprendido nada...un fuerte abarzo.
Estupendo relato Raquel, deshilvanado poco a poco y manteniendo la atención del lector hasta el final. Sentimientos y emociones a flor de piel sin caer en el exceso melodramático. Estoy contenta de que hayas vuelto a escribir.
Un gran beso y mis felicitaciones.
Me gustó tu relato, Raquel. Dos personajes marcados de una u otra forma por la vida. Abrazos
Felicidades Raque por este emotivo relato sobre montruos y fantasmas del pasado.
Un beso.
:)
Muy bien escrito...a momentos da sensación de claustrofobia y querer salir corriendo ...porque te invade la pena, la rabia, la impotencia, el recuerdo...
Muy bueno
Un saludo
Si, Prometeo, hay muchos monstruos como este por el mundo, que no se arrepienten de sus maldades, que ni siquiera consideran que han actuado mal.
Gracias.
Un abrazo.
Yo también, Durrell, escribir me hace falta y lo echaba de menos.
Gracias por visitarme y dejar comentario.
Un beso.
Gracias Ligia.
Un abrazo.
Un beso Ana. Sin tus buenos consejos no lo hubiera terminado.
Un beso :)
Muchisimas gracias, azul, por la visita y el comentario.
Un saludo.
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