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30 de septiembre de 2009

Infancia perdida

No tengo demasiados recuerdos de infancia. Pero recuerdo mi casa, y el verde y frío campo que lo rodeaba. Recuerdo su olor; el olor de la hierba alta y el de las montañas; el olor de la lluvia y el de las nubes; el olor de la niebla que se depositaba suavemente sobre el valle al anochecer y el del frío intenso y húmedo metiéndose por mi nariz cada mañana. Tengo un recuerdo de intensa felicidad: dos niños corriendo sobre los campos de arroz. Una vez fui feliz.

Durante años luché por recuperar esos recuerdos. Yo tenía una casa muy vieja que se erguía majestuosa en la desembocadura de un desfiladero entre dos montañas. A través de sus estrechas y desvencijadas ventanas contemplaba el campo y el pueblo lejano del cual he olvidado el nombre. Sé que sonaba a frío y a soledad, pero tal vez sea porque es así como lo recuerdo.

Recuerdo el humo gris que salía de una chimenea ennegrecida y la sonrisa desgastada de un hombre viejo. No sé quien era ese hombre ni porque sonreía. Sólo sé que me quería y que yo le quería. Recuerdo otros olores, a ceniza, a humedad, a ropa mojada, a madera, a té. Olores que configuraron durante años mi identidad robada. Cuando evocaba el pasado un aroma llegaba a mí. Entre todos ellos el más fuerte era el olor balsámico de la mujer a la que alguna vez llamé madre. Ahora es una tenue sombra en mi memoria, como el leve roce de un fantasma que despierta mi emoción pero que se esfuma demasiado rápido. Sus rostros se han borrado para siempre.

Yo tenía cinco años y mi hermano cumplía ocho, lo recuerdo bien; ese fue el día en que dejé de ser niña.

No recuerdo el viaje en tren pero si las lágrimas inconsolables de mi hermano. Era muy pequeña para entender que aquella sería la última vez que volvería a ver el paisaje neblinoso y gélido de mis montañas. Siempre había sentido el frío pero aquella noche en la fábrica a la que nos llevaron, lo sentí por primera vez de forma atroz y dolorosa.

Nos separaron, no volví a ver a mi hermano hasta muchos años después, cuando el trabajo duro, la soledad y la brutalidad habían endurecido su corazón.
Durante cinco años trabajó como esclavo en una fábrica de ladrillos. A mi me adoptó una familia que no dejó de maltratarme un solo día.
Me convertí en una mula de carga, me prohibieron salir de casa, me arrebataron mi identidad humana. Trabajaba desde el alba hasta la madrugada, durante esos cinco años nunca pronunciaron mi nombre, nunca me miraron a la cara con otra intención que no fuera insultarme.

Un día, mientras dormía, unos gritos me arrancaron del sueño. La casa estaba en penumbra y el silencio se sentía tras cada esquina. Pero mi corazón estaba inquieto. Tras unos instantes los gritos volvieron a oírse amortiguados por la distancia. Me puse en pie y me acerqué a la ventana. Una sombra se movía frente a la casa. Presté atención, alarmada, y volví a oír el grito, desgarrado, profundo, amargo, que surgió de la oscuridad. “¡Sung Yu!” “¡Sung Yu!” El corazón me dio un vuelco. Lo que oía era mi nombre. ¡Hung!, mi hermano querido...Mi hermano había vuelto a por mí.

Huimos. Vagamos durante días, sin comer, con los pies hinchados de andar, casi sin dormir. No importaba. Estábamos juntos de nuevo. Pero algo había cambiado en mi hermano. Los sufrimientos pasados estaban marcados en su piel y jamás lograría deshacerse de ellos. Había dejado de ser el niño que jugaba despreocupadamente. Nunca más volvió a reír con aquella alegría contagiosa. Los cinco años pasados en la fábrica de ladrillos le habían arrebatado su infancia, su inocencia y su fe.

Yo lo intuía en sus ojos, intuía su dolor como él el mío. Su presencia me había sanado; que él estuviera a mi lado, que me mirara con amor, que me abrazara, había paliado la tristeza de mi alma. Para él no fue tan fácil.
Durante los dos años siguientes malvivimos en las calles. Hung se desenvolvía en ellas con una crueldad extrema. Nunca mostró compasión. Había aprendido a guardarse de los golpes golpeando primero.

Aún así, aquel tiempo fue el más feliz desde que abandonamos nuestro hogar. Él me cuidaba y yo le cuidaba a él. No me importaba vivir en la calle, pero cuando cumplí doce años Hung pensó que aquel no era lugar para mí. Temía que alguien pudiera hacerme daño y un día me dijo que debía ingresar en un internado. Nunca supe de donde consiguió el dinero para pagarlo. Se despidió de mí, me rogó que aprendiera todo lo que él nunca podría y se fue. Fueron años de introversión, en los que no hablé con nadie.

Aquellos momentos de soledad me devolvieron fragmentos de mi vida pasada. Sentada junto a la ventana miraba el cielo contaminado y sin estrellas, y desandaba el camino que me había conducido hasta aquel internado, hasta aquella ciudad. Volvía a la estación y forzaba mi memoria intentando retornar al verde campo de mi infancia. Hung no volvió a visitarme pero cada mes, siempre puntual, la directora del internado recibía dinero para mi manutención.

Un día, mientras miraba mi cielo verde y frío, un claro se abrió entre las nubes. Una estrella languideció entonces. Como si fuera una premonición, sentí que se me encogía el corazón.

Poco tiempo después, la directora me hizo llamar. En aquellos tres años ni una sola vez lo había hecho. Sin preámbulos, sin mirarme a los ojos, me anunció que mi hermano había muerto. Supe en ese momento lo que significaba la verdadera soledad.

La idea de enfrentarme a la vida en solitario me hizo temblar de miedo. Toda mi coraza se derrumbó. Había construido un muro a mí alrededor para protegerme de la crueldad que tanto conocía, pero aquello me había aislado. Lo entendí en ese momento, llorando amargamente en aquel despacho, observada por una titubeante y fría mujer.

Lloré durante días, lamentando no poder enseñarle todo lo que había aprendido. Había descrito para él nuestro hogar; las montañas, el pueblo lejano, la niebla, la hierba alta y verde, la chimenea ennegrecida, la sonrisa desdentada, el olor cálido de mamá.

Muchos, muchos años después, encontré un rastro perdido. En una fábrica abandonada, junto a muchos otros nombres de niños que habían sido vendidos como esclavos, encontré nuestros nombres y el lugar del que proveníamos; un pequeño pueblo perdido en las montañas con un nombre que sonaba a frío y soledad.

Fue allí, en el único lugar en el que habíamos sentido felicidad, donde enterré los restos de Hung.

Habíamos vuelto a casa.

7 comentarios:

Calle Quimera dijo...

Me he quedado muy triste,la verdad es que roto.Salud¡¡¡

Ligia dijo...

Precioso el relato, Raquel...
¡Cuánta infancia desolada hay en este mundo!
Abrazos

Prometo dijo...

Preciso y precioso relato, por desgracia tan a mano en esa explotacion infantil ene esos paises. Me he enamorado de esos dos niños en busca de la felicidad aunque, para ello, tuvieran que dominar y destruir rl mundo pero el mundo es grande y al justicia ciega...un abarzo.

Malena dijo...

Mi querida Raquel: es un gran relato en el que se dan la mano la cruda realidad de dos seres imaginarios pero que pueden ser perfectamente reales, desgraciadamente.

Un beso.

Ana Bohemia dijo...

Pobres niños, cuanto sufrimiento, soledad e injusticia. La realidad supera a la ficción, pero sin duda una se siente muy triste cuando piensa que ahora mismo hay por el mundo muchos casos como el de Hung y Sung Yu, niños esclavizados, vendidos por sus propias familias, niños endurecidos, adultos a la fuerza.
Me ha gustado tu relato, esta enfocado desde la nostalgia y la ternura, y la foto que acompaña el relato es muy graciosa. La pena es que no tuvieran un final feliz, pero eso sería pedir un cuento de hadas y vivímos en la cruda y amarga realidad.
Besitos :)

Raquel dijo...

Lo siento. Es un relato muy triste.
Un saludo.


Gracias Ligia. Desgraciadamente es así. Ojala esto fuera sólo ficción.
Un abrazo.


Gracias Prometeo. En China esto es una realidad. Hoy en día existen, aunque suene increíble, esclavos. Niños explotados que son separados de sus familias, incluso son sus propias familias los que los venden.
Un abrazo.


Así es, Malena. Una situación que perfectamente puede ser real.
Gracias por tu visita.
Un beso.


Cuando lo escribí lo hize desde la nostalgia. Es una historia muy amarga, pero hay cosas que no se pueden endulzar. Niños vendidos, niños esclavos, niños que tienen que endurecerse para sobrevivir.
Besos :)

Anónimo dijo...

La verdad que el relato te ha quedado precioso, triste pero como comentan por aquí, real.
Ojalá estas cosas no existiesen.
MUAKSS!

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