Buscar este blog

30 de septiembre de 2009

Infancia perdida

No tengo demasiados recuerdos de infancia. Pero recuerdo mi casa, y el verde y frío campo que lo rodeaba. Recuerdo su olor; el olor de la hierba alta y el de las montañas; el olor de la lluvia y el de las nubes; el olor de la niebla que se depositaba suavemente sobre el valle al anochecer y el del frío intenso y húmedo metiéndose por mi nariz cada mañana. Tengo un recuerdo de intensa felicidad: dos niños corriendo sobre los campos de arroz. Una vez fui feliz.

Durante años luché por recuperar esos recuerdos. Yo tenía una casa muy vieja que se erguía majestuosa en la desembocadura de un desfiladero entre dos montañas. A través de sus estrechas y desvencijadas ventanas contemplaba el campo y el pueblo lejano del cual he olvidado el nombre. Sé que sonaba a frío y a soledad, pero tal vez sea porque es así como lo recuerdo.

Recuerdo el humo gris que salía de una chimenea ennegrecida y la sonrisa desgastada de un hombre viejo. No sé quien era ese hombre ni porque sonreía. Sólo sé que me quería y que yo le quería. Recuerdo otros olores, a ceniza, a humedad, a ropa mojada, a madera, a té. Olores que configuraron durante años mi identidad robada. Cuando evocaba el pasado un aroma llegaba a mí. Entre todos ellos el más fuerte era el olor balsámico de la mujer a la que alguna vez llamé madre. Ahora es una tenue sombra en mi memoria, como el leve roce de un fantasma que despierta mi emoción pero que se esfuma demasiado rápido. Sus rostros se han borrado para siempre.

Yo tenía cinco años y mi hermano cumplía ocho, lo recuerdo bien; ese fue el día en que dejé de ser niña.

No recuerdo el viaje en tren pero si las lágrimas inconsolables de mi hermano. Era muy pequeña para entender que aquella sería la última vez que volvería a ver el paisaje neblinoso y gélido de mis montañas. Siempre había sentido el frío pero aquella noche en la fábrica a la que nos llevaron, lo sentí por primera vez de forma atroz y dolorosa.

Nos separaron, no volví a ver a mi hermano hasta muchos años después, cuando el trabajo duro, la soledad y la brutalidad habían endurecido su corazón.
Durante cinco años trabajó como esclavo en una fábrica de ladrillos. A mi me adoptó una familia que no dejó de maltratarme un solo día.
Me convertí en una mula de carga, me prohibieron salir de casa, me arrebataron mi identidad humana. Trabajaba desde el alba hasta la madrugada, durante esos cinco años nunca pronunciaron mi nombre, nunca me miraron a la cara con otra intención que no fuera insultarme.

Un día, mientras dormía, unos gritos me arrancaron del sueño. La casa estaba en penumbra y el silencio se sentía tras cada esquina. Pero mi corazón estaba inquieto. Tras unos instantes los gritos volvieron a oírse amortiguados por la distancia. Me puse en pie y me acerqué a la ventana. Una sombra se movía frente a la casa. Presté atención, alarmada, y volví a oír el grito, desgarrado, profundo, amargo, que surgió de la oscuridad. “¡Sung Yu!” “¡Sung Yu!” El corazón me dio un vuelco. Lo que oía era mi nombre. ¡Hung!, mi hermano querido...Mi hermano había vuelto a por mí.

Huimos. Vagamos durante días, sin comer, con los pies hinchados de andar, casi sin dormir. No importaba. Estábamos juntos de nuevo. Pero algo había cambiado en mi hermano. Los sufrimientos pasados estaban marcados en su piel y jamás lograría deshacerse de ellos. Había dejado de ser el niño que jugaba despreocupadamente. Nunca más volvió a reír con aquella alegría contagiosa. Los cinco años pasados en la fábrica de ladrillos le habían arrebatado su infancia, su inocencia y su fe.

Yo lo intuía en sus ojos, intuía su dolor como él el mío. Su presencia me había sanado; que él estuviera a mi lado, que me mirara con amor, que me abrazara, había paliado la tristeza de mi alma. Para él no fue tan fácil.
Durante los dos años siguientes malvivimos en las calles. Hung se desenvolvía en ellas con una crueldad extrema. Nunca mostró compasión. Había aprendido a guardarse de los golpes golpeando primero.

Aún así, aquel tiempo fue el más feliz desde que abandonamos nuestro hogar. Él me cuidaba y yo le cuidaba a él. No me importaba vivir en la calle, pero cuando cumplí doce años Hung pensó que aquel no era lugar para mí. Temía que alguien pudiera hacerme daño y un día me dijo que debía ingresar en un internado. Nunca supe de donde consiguió el dinero para pagarlo. Se despidió de mí, me rogó que aprendiera todo lo que él nunca podría y se fue. Fueron años de introversión, en los que no hablé con nadie.

Aquellos momentos de soledad me devolvieron fragmentos de mi vida pasada. Sentada junto a la ventana miraba el cielo contaminado y sin estrellas, y desandaba el camino que me había conducido hasta aquel internado, hasta aquella ciudad. Volvía a la estación y forzaba mi memoria intentando retornar al verde campo de mi infancia. Hung no volvió a visitarme pero cada mes, siempre puntual, la directora del internado recibía dinero para mi manutención.

Un día, mientras miraba mi cielo verde y frío, un claro se abrió entre las nubes. Una estrella languideció entonces. Como si fuera una premonición, sentí que se me encogía el corazón.

Poco tiempo después, la directora me hizo llamar. En aquellos tres años ni una sola vez lo había hecho. Sin preámbulos, sin mirarme a los ojos, me anunció que mi hermano había muerto. Supe en ese momento lo que significaba la verdadera soledad.

La idea de enfrentarme a la vida en solitario me hizo temblar de miedo. Toda mi coraza se derrumbó. Había construido un muro a mí alrededor para protegerme de la crueldad que tanto conocía, pero aquello me había aislado. Lo entendí en ese momento, llorando amargamente en aquel despacho, observada por una titubeante y fría mujer.

Lloré durante días, lamentando no poder enseñarle todo lo que había aprendido. Había descrito para él nuestro hogar; las montañas, el pueblo lejano, la niebla, la hierba alta y verde, la chimenea ennegrecida, la sonrisa desdentada, el olor cálido de mamá.

Muchos, muchos años después, encontré un rastro perdido. En una fábrica abandonada, junto a muchos otros nombres de niños que habían sido vendidos como esclavos, encontré nuestros nombres y el lugar del que proveníamos; un pequeño pueblo perdido en las montañas con un nombre que sonaba a frío y soledad.

Fue allí, en el único lugar en el que habíamos sentido felicidad, donde enterré los restos de Hung.

Habíamos vuelto a casa.

23 de septiembre de 2009

Adiós Verano. Hola Otoño

El verano se acaba. Ha pasado tan rápido que me ha dado un poco de pena que haya terminado. Pero al menos nos queda su recuerdo, ¡qué remedio! Ha sido un verano cálido, algo seco, pero bastante benévolo por estas tierras. Me llevo un buen recuerdo, aunque no haya podido salir de vacaciones. Viviendo en un lugar tan turístico como Tenerife eso no supone un drama, y bueno, el que no se consuela es porque no quiere.
El fin de semana pasado era el último del verano. La estación más tórrida del año se despidió…con un buen chaparrón. Un broche adecuado. Me sigue dando nostalgia que acabe, como cuando era niña y llegaba septiembre y comenzaban las clases. Así que la lluvia le da más dramatismo a esta transición de estaciones.
En el Puerto de la Cruz, lugar turístico por excelencia, llovía mucho el domingo. Bueno, en realidad sólo lloviznaba, pero la débil lluvia deslució las últimas fotos veraniegas. ¿Qué tendrá la lluvia que es capaz de llamar a la nostalgia de esa forma? No hay nada más deprimente que el lugar de vacaciones un día lluvioso.
Se despide el verano y llega el otoño, una estación que me entristece. Trato de que me guste pero será la oscuridad tras la luz estival, el cambio de hora que eterniza las tardes, el cielo encapotado, ver caer las hojas de los árboles o la textura que adquieren las cosas bajo la luz gris del otoño, no sé por qué será, pero me pone muy melancólica.
No queda de otra que acostumbrarse. Aunque el otoño no es una de mis estaciones favoritas le encuentro cierto encanto. Bien mirado es una estación romántica y serena. Pasear sobre una alfombra de hojas secas al atardecer apetece en esta época. Hay muchas cosas del otoño que me gustan. Me gustan los calcetines calentitos, y la confortable ropa de abrigo. Las mantitas en el sillón; los colores de la naturaleza tan ricos y variados; las castañas asadas con su olor a otoño inundando las calles y la templanza de las mañanas.
Aunque el otoño suene a despedida, también suena a madurez y vino, a cosas añejas, a tierra mojada y a tormenta
.


21 de septiembre de 2009

Edward Hooper


Había visto sus obras en alguna ocasión pero no conocía al autor. Me había impresionado la quietud que las envolvía, la soledad que desprendían, y buscando imágenes para otra cosa di casualmente con su nombre: Edward Hooper.
Edward Hooper ha sido considerado el artista norteamericano más representativo del siglo XX. Merecido reconocimiento ya que Hopper supo plasmar como nadie la vida cotidiana estadounidense.


Biografía


Autorretrato


Nacido en Nyack, una pequeña ciudad a orillas del río Hudson en una familia culta y burguesa, Hopper ingresa en la New York School of Art en 1900.
Uno de sus profesores de la escuela, William Merrit Chase, le animó a estudiar y a copiar lo que veía en los museos. Otro de sus profesores, Kenneth H. Miller, le educó en el gusto por una pintura nítida y limpia, organizada en una composición espacial ordenada y Robert Henri contribuyó a liberar el arte de la época del peso de las normas académicas, ofreciendo de ese modo un ejemplo activo al joven Hopper. Tras conseguir su título, Hopper obtuvo su primer trabajo como ilustrador publicitario en la C. Phillips & Company.



En 1906 viaja a Europa por primera vez, visitando París -en donde experimentará con un lenguaje formal cercano al de los impresionistas. En 1907 visita Londres, Berlín y Bruselas.
El estilo personal e inconfundible de Hopper, formado por elecciones expresivas precisas, emerge y se forma en 1909, cuando decide regresar a París durante seis meses, pintando en Saint-Gemain y Fontainebleau.



Su pintura se caracteriza por un peculiar y rebuscado juego entre las luces y las sombras, por la descripción de los interiores, que aprende con Degas y que perfecciona en su tercer y último viaje al extranjero, a París y a España, en 1910 y por el tema central de la soledad.
Mientras en Europa se consolidaban el fauvismo, el cubismo y el arte abstracto, Hopper se siente más atraído por Manet, Pissarro, Monet, Sisley, Courbet, Daumier, Toulouse-Lautrec y por un pintor español anterior a todos los mencionados: Goya.



Regresa definitivamente a los Estados Unidos, donde se establecerá y permanecerá hasta su muerte, en estos momentos Hopper abandona las nostalgias europeas que le habían influido hasta entonces y empieza a elaborar temas en relación con la vida cotidiana norteamericana, modelando y adaptando su estilo. Entre los temas que aborda, abundan sobre todo las representaciones de imágenes urbanas de Nueva York, de los acantilados y playas de la cercana Nueva Inglaterra. En 1918 se convierte en uno de los primeros integrantes del Whitney Studio Club, el centro más dinámico para los artistas independientes de la época.



Entre 1915 y 1923 abandona temporalmente la pintura, dedicándose a nuevas formas expresivas como el grabado, usando la punta seca y el aguafuerte, con los que obtendrá numerosos premios y reconocimientos, incluso alguno de la prestigiosa National Academy. El éxito conseguido con una exposición de acuarelas (1923) y otra de lienzos (1924) hacen de Hopper el autor de referencia de los realistas que pintaban escenas americanas. Su evocadora vocación artística evoluciona hacia un fuerte realismo, que resulta ser la síntesis de la visión figurativa unida al sentimiento poético que Hopper percibe en sus objetos.



Imágenes urbanas o rurales, inmersas en el silencio, en un espacio real y metafísico a la vez, que comunica al espectador un sentimiento de alejamiento del tema y del ambiente en el que está inmerso bastante fuerte. Hopper consigue esto por medio de una esmerada composición geométrica del lienzo, por un sofisticado juego de luces, frías, cortantes e intencionadamente "artificiales", y por una extraordinaria síntesis de los detalles. La escena aparece casi siempre desierta; en sus cuadros casi nunca encontramos más de una figura humana, y cuando hay más de uno lo que destaca es la alienación de los temas y la imposibilidad de comunicación resultante, que agudiza la soledad. Un ejemplo de este tipo de obras es Nighthawks.



En 1933 el Museo de Arte Moderno de Nueva York le consagró la primera retrospectiva, y el Whitney Museum la segunda, en 1950.
Hopper muere el 15 de mayo de 1967 en su estudio neoyorquino, cerca de Washington Square.

Más obras de Edward Hopper

19 de septiembre de 2009

Intima perversión

Durante gran parte de su vida había fantaseado con la idea de matar a otra persona. A veces se sorprendía a si misma ideando la manera más efectiva de cometer un asesinato. Pero no un asesinato cualquiera. El asesinato perfecto.
Un día la ocasión se le presentó sola.

Desde hacía varios años compartía con su mejor amiga —aparte de kilos de más y estado civil; ambas estaban separadas— paseos y boletos de lotería. Un día el boleto que compartían salió premiado y Cándida vio clara la oportunidad de hacer realidad sus sueños más perversos: Matar a su amiga para quedarse ella con el premio.

No tuvo que pensar mucho, había estado esperando aquella oportunidad toda la vida. Así que Cándida halló rápidamente el modo de hacerlo. Su amiga Regina era una apasionada de lo esotérico. Acostumbraba a encender velas aromáticas y le gustaba la meditación. Solía, también, quemar inciensos. Cándida sabía que su amiga sentía una predilección especial por la esencia de canela. Aquel día, animada por la idea de cobrar en solitario el boleto premiado, Cándida cambió el frasco de incienso líquido de Regina por otro que contenía un gas tóxico. Cuando Regina encendió el quemador, y añadió con cuidado dos gotitas de aroma, el gas invisible al olfato empezó a hacer su efecto. Regina murió asfixiada sin darse cuenta.

Cuando se descubrió el cuerpo habían pasado muchas horas. La vela del quemador se había consumido, y en el aire no quedaba rastro de olor. Había sido un crimen perfecto. Nadie lo sabría nunca y Cándida se sintió profundamente satisfecha.
Como Regina tenía algunos problemas asociados a su obesidad su muerte se atribuyó a esta circunstancia. Simplemente, su corazón se había parado.
Se celebró el entierro al que acudieron los dos hijos de Regina y una desconsolada Cándida. Los dos chicos, desechos, no podían creer que su madre hubiera muerto tan de repente. Pero allí estaba Cándida, siempre dispuesta y atenta.
Con gran cariño los consoló y acompañó al piso de Regina, donde además de prepararles infusiones para los nervios, recogió el frasco delator de incienso líquido y el quemador, que guardó a buen recaudo en el bolso.


Los días pasaron y Cándida se sentía eufórica. Había sido tan fácil…nadie había sospechado nada, ni siquiera la policía. Los vecinos de Regina comentaban con cierto regocijo su muerte. Censuraban sus kilos de más y lo asfixiada que llegaba siempre a su casa, un cuarto piso sin ascensor. Parecía claro que la muerte de Regina se había debido a causas naturales.
A Cándida sólo le quedaba cobrar el boleto en cuanto tuviera ocasión, sólo que empezó a volverse paranoica. Todo había salido bien, sin embargo ella sentía un miedo constante del que no lograba desprenderse.
Temía que la descubrieran e ir a la cárcel. Cuando miraba a los que la rodeaban sentía como si éstos lo supieran, como si pudieran leer en sus ojos el horrendo crimen que ella había cometido. El miedo se acentuaba cada día sin que existiera un motivo real para ello.
Sentía una presencia a su alrededor día y noche, como si el fantasma de su victima la acechara desde las sombras de su habitación. Empezó a tener pesadillas, y ese estado de ansiedad permanente afectó a su vida diaria.
Como no dormía no rendía en el trabajo. Se deterioró mucho en pocos días, pero aquel nuevo aspecto le proporcionó, curiosamente, el semblante ojeroso de profunda pena que requería la situación. Todo el mundo achacó su mal aspecto a la tristeza que sin duda le debía haber causado la repentina muerte de su amiga.

Cándida se sentía enferma. Había cometido un crimen perfecto pero nadie podía felicitarle por ello. Nadie podía alabar su astucia y su inteligencia porque nadie lo sabría nunca. ¿Y de qué valía haber cometido un crimen como el que ella había cometido si nadie podía reconocérselo? Empezó a fantasear con la idea de confesar, de entregarse voluntariamente, de gritar a los cuatro vientos que ella, nadie más que ella, había asesinado a su mejor amiga. Pero siempre que estaba a punto de hacerlo se echaba atrás. Más que el temor al no ser reconocida, Cándida sentía verdadero pavor a ir a la cárcel.

Habían pasado dos meses desde el asesinato. Durante aquel tiempo intentó en varias ocasiones cobrar el boleto premiado, pero el miedo la atenazaba. Estaba segura de que si lo hacía sospecharían de ella, a pesar de que nadie sabía que las dos amigas compartían afición a los juegos de azar y muchos menos que compartían boleto.

Cada vez que salía de casa dispuesta a cobrar el boleto alga pasaba. Una vez a punto estuvo de ser atropellada en plena calle, y la otra vez se cayó por unas escaleras rompiéndose un pie. Como mujer supersticiosa que era empezó a creer que aquel dinero, en el caso de que algún día tuviera valor para cobrarlo, le traería mala suerte.
Y en eso pensaba mientras subía a su piso ayudada por su asistenta.

—Tiene muy mala cara, doña Cándida. Es mejor que se eche un rato en el sofá. Le bajaré un poco la persiana.

Cándida, agradecida, se recostó pesadamente.

—Así—dijo la asistenta colocándole un cojín debajo del yeso—. Descanse y no piense en nada ahora.

Los calmantes para el dolor habían adormecido a Cándida que cerró los ojos, exhausta.
La asistenta se llevó el bolso y la chaqueta de la mujer para guardarlos en el armario.
Regresó poco después con una manta y el frasco de esencia, que se había deslizado del bolso abierto cuando ésta se disponía a guardarlo. Primero la arropó con mimo y luego, dándose cuenta de que no había traído el quemador, fue en su busca, depositando sobre la mesita el frasco de canela. Cándida jadeó ligeramente, dolorida. Cuando la chica volvió recogió el frasco de aroma, encendió la vela del quemador y echó dos gotitas.

Esto le ayudará a relajarse, pensó complacida.

—Doña Cándida, le he preparado la comida de mañana, está sobre la encimera enfriándose. Acuérdese de meterla en la nevera o se echará a perder.

—Gracias, Ana. No sé que haría sin ti —dijo, sintiéndose por primera vez en muchos días totalmente relajada.

—No hay por que darlas, y hágame el favor de descansar. Buenas tardes.

La esencia de canela flotaba en el aire. Cándida respiró profundamente, rumiando las palabras de la chica.
Tiene razón, pensó. No sé por qué me preocupo; y sonrió alejando de si el pesimismo. Nadie lo sabrá nunca, murmuró. Nadie lo sabrá nunca.


15 de septiembre de 2009

Hasta siempre, Patrick


Cuando se mueren tus ídolos de infancia algo de ti muere también. Patrick Swayze estaba muy enfermo pero nunca se rindió. Su actitud, siempre positiva, siempre optimista, era un ejemplo de perseverancia. Luchó hasta el final pero la enfermedad le ganó la partida.


Recuerdo la lata que les daba a mis padres de niña cuando íbamos al videoclub. “Dirty Dancing” era la película que más alquilaba, daba igual las veces que la hubiera visto, siempre quería volver a verla. La he visto mil veces, y sigue siendo una de mis opciones preferidas de los sábados lluviosos y aburridos. “Ghost” tampoco se queda atrás, ni “Rebeldes” aunque sin duda alguna las dos primeras han marcado mi infancia y preadolescencia. Hoy lloro por un hombre bueno, así era como lo recuerdan sus seres queridos y sus compañeros de profesión. Nunca se dejó deslumbrar por los focos de Hollywood.



Patrick Swayze nació un 18 de Agosto de 1952 en Houston (Texas). En su etapa estudiantil destacó por sus cualidades atléticas y por su interés por el teatro. Una lesión de rodilla le alejó de una prometedora carrera en el futbol americano, lo que hizo que se decantara por el ballet, convirtiéndose en bailarín profesional.




Una lesión de rodilla le alejó de una prometedora carrera en el fútbol americano, lo que le llevó a convertirse en bailarín profesional.

Después de algunos trabajos como bailarín en teatros, Patrick dio el salto a la pequeña pantalla. En 1979 participó en la película de televisión “Skatetown USA”. A principio de los 80´s realizó varios papeles secundarios en series de televisión, hasta que en 1983 le llegó su gran oportunidad de la mano de Francis Ford Coppola. Patrick fue seleccionado para completar el reparto de la película The Outsiders (Rebeldes), junto a otros actores como Matt Dillon, Rob Lowe, Diane Lane, Ralph Macchio, y Tom Cruise. Tras “Rebeldes”, Patrick trabajaría en otros proyectos importantes como Uncommon Valor (Más allá del valor), de Ted Kotcheff, junto a Gene Hackman y Fred Ward.

Francis Ford Coppola le dio una oportunidad de oro cuando fue selecionado para completar el reparto de "Rebeldes" en 1983.

En 1985 coprotagonizó junto a James Read la exitosa y recordada miniserie “Norte y Sur”


En 1987 y gracias a “Dirty Dancing” Patrick se consolidó como actor. Nadie esperaba el éxito, ni siquiera los dos actores protagonistas, pero la película fue un taquillazo. La banda sonora vendió miles de copias, y también fue un éxito. Patrick Swayze compuso y cantó una de las canciones. “She like the win”, que permaneció durante varias semanas en la lista de singles más vendidos de EEUU.




Tras este inesperado éxito su cotización subiría como la espuma. En 1990 marcó otro hito taquillero de alcance mundial y recibió muchas críticas favorables con la película Ghost, dirigida por Jerry Zucker y coprotagonizada por Demi Moore y Whoopi Goldberg, quien ganó un Oscar como Mejor actriz de reparto.


En 1991, tras superar algún problema con el alcohol, las drogas y convertirse al budismo, participó en otra exitosa película ambientada en el mundo del surf, Point Break (Le llaman Bodhi), dirigida por Kathryn Bigelow y coprotagonizada por Keanu Reeves. Al año siguiente protagonizó: City of Joy (La ciudad de la alegría), dirigida por Roland Joffé y basada en la novela del escritor Dominique Lapierre, en la que interpretó a Max Lowe, un médico que viaja a la India para dar un nuevo significado a su vida. Casualmente (o no), esta película menos comercial marca el declive de Swayze como estrella popular, al menos en cuanto al impacto de taquilla de sus estrenos cinematográficos.

En 1991, junto a Keanu Reeves en Le llaman Bodhi


Tras algunos fracasos, y en plena decadencia de su carrera, Patrick recuperaría parte de su prestigio perdido con la película “Donnie Darko” dirigida por Richard Kelly y protagonizada por Jake Gyllenhaal.

En 2003 participó y produjó “One Last Dance” junto a su esposa, Lisa Niemi, quien también dirigió esta película ambientada en el mundo de la danza.
En 2004 volvió a la televisión para rodar la miniserie “Las minas del rey Salomón”. También realizó un pequeño papel en la película Dirty Dancing: Havana Nights e interpretó al malvado Garth en George and the Dragon. En 2005, protagonizó la película “Icon”, una versión para la televisión del libro de Frederick Forsyth, El manifiesto negro, junto a Patrick Bergin y Ben Cross, y participó en la comedia británica “Secretos de familia”, junto a los actores Rowan Atkinson, Kristin Scott Thomas y Maggie Smith. En 2006, puso voz al personaje animado Cash en The Fox and the Hound 2.

En 2007 interpretó al abogado Richard Pressburger en una película basada en hechos reales, “Jump!”(Muerte y castigo), y trabajó en la película televisiva Christmas in Wonderland (Navidad en el País de las Maravillas). En 2008 participó en la película Powder Blue, de Timothy Linh Bui, junto a Jessica Biel, Forest Whitaker y Ray Liotta, entre otros.

En uno de sus últimos trabajos, la serie "The Beast".


En 2008 se le detectó el cáncer de páncreas, justo el mismo año en que parecía que la carrera de Patrick Swayze volvía a encauzarse. Ningún especialista era optimista. Él mismo Patrick confesó su miedo frente una la enfermedad con un índice de mortalidad del 95%, sin embargo se enfrentó a la enfermedad con valor y optimismo.
No pudo ser, Patrick nos dejaba el 14 de septiembre a los 57 años.
Descanse en paz.


2 de septiembre de 2009

El legado


—Es una edición muy rara—exclamó, observando con júbilo los grabados rojos y azules —. Existen pocos incunables impresos sobre pergamino.
—¿Incunable? ¿Está diciendo qué ese libro viejo vale algo?
—Eso digo. Es una lástima que no haya podido traerlo, me hubiera gustado echarle un vistazo más detenido —dijo, incorporándose ligeramente de la silla para devolverle las fotografías a color.
Juan y Marta se miraron fijamente, tomando ella la palabra.
—Profesor, ¿de cuánto dinero podríamos estar hablando?
—Como le dije es difícil precisarlo a través de unas fotografías, pero de mucho dinero. Hay coleccionistas que pagarían una buena suma por tenerlo.
Ella se volvió para clavar una mirada entre ceja y ceja a su compañero, mientras él aguantaba el tipo a duras penas.
Se despidieron y salieron del despacho, él, pálido y sudoroso, y ella, roja y furiosa.
—¡Mucho dinero! —cacareó ella sujetándolo de la camisa. —¡Tú estás tonto!
—¡Cómo iba saberlo! Si lo hubieras visto no pensarías que eso tuviera valor. Era un libro viejo, enmohecido. ¡Si se caía a trozos!
Irritada, lo empujó de mala manera contra la pared, al borde de las lágrimas.
—No…te preocupes, lo recuperaré —dijo él tratando de apaciguarla—. Es mi herencia, no se negará si se lo pido.
—Lo hará, ese notario es muy listo y tú muy tonto.
—Lo recuperaré, volveré a comprárselo por el precio que los dos convinimos.
—No accederá, sólo un gilipollas lo haría.
Él se mordió un labio, le temblaba la mandíbula.
—Pues no tendrá más remedio.



Juan había pasado dos horas en aquella silla incómoda de la sala de espera. Estaba perdiendo los nervios y la pierna izquierda le dolía cada vez más. No había aire acondicionado y las ventanas abatibles se abrían escasamente un palmo. El calor en la pequeña y enmoquetada sala empezaba a resultar insoportable. A Juan le parecía estar guisándose dentro de su propia camisa. En el momento en que estaba pensando marcharse la puerta del despacho se abrió y el notario asomó la cabeza con aire estudiadamente distraído.
—¡Vaya, sigue usted aquí! Disculpe la tardanza pero tenía unos asuntos urgentes que tratar.
Juan se acercó y pasó al interior refrigerado y luminoso de la oficina.
—¡Qué sorpresa verle tan pronto! ¿Ha pasado algo, tiene alguna duda que consultarme?
—De hecho, sí.
—Usted dirá.
—Quiero recuperar el libro que me legó mi abuelo.
El notario sonrió apáticamente.
—Ayer estaba convencido de lo contrario.
— Ayer, pero hoy lo he pensado mejor y…es lo último que me queda de él.
—Ya.
—Le devolveré el dinero que me dio y asunto zanjado.
—Entiendo —comentó el notario sonriendo de medio lado.
Él chico se puso en pie sonriendo satisfecho.
— ¿Dijimos 50? —y buscó la cartera en el bolsillo del pantalón.
El notario carraspeó y consultó su lujoso reloj de pulsera.
—Juan, hay un problema.
El muchacho le miró con los ojos como platos.
—No entiendo.
—Tengo otro comprador interesado en el libro.
—No veo el problema por ningún lado, usted me lo vende a mí y punto.
—Comprendo su situación, y lo mucho que significa para usted este objeto de tanto valor sentimental pero, compréndame, ayer le hablé a un amigo del libro y se entusiasmó tanto con la idea de que se lo vendiera que se sentiría defraudado si no fuera así.
—¿Qué significa eso?
—Bueno, como es comprensible, no puedo vendérselo por la cantidad que dice.
—¿Cómo? Es la cantidad que usted concertó ayer.
—Tiene mala memoria. Si hace un esfuerzo recordará que fue usted quien lo tasó. Nunca llegué a hacerle una oferta. Usted estaba realmente decepcionado, no podía creer que su abuelo le hiciera una broma de tan mal gusto al dejarle como toda herencia un libro viejo.
—Así que me engañó.
El notario le miró fijamente.
—En ningún momento. Usted se ofreció a vendérmelo por 50 euros, yo simplemente accedí.
—¡Pero usted sabía que valía mucho más!
El notario frunció el cejo y se levantó enérgicamente.
—No voy a permitirle que me ofenda.
—¡Usted sí me ofende al tomarme por tonto!
—Voy a tener que pedirle que salga de mi despacho. Tengo mucha prisa, ya llego tarde a una cita.
Guardó la estilográfica de oro que adornaba el escritorio en el bolsillo de la americana, y se encaminó hacía la puerta sacando de un cajón un maletín viejo y gastado. Le miró desafiante desde allí.
—Por favor, no lo haga más difícil, todo fue legal, tengo un recibo de venta firmado por usted.
—¿Así que es eso lo que hace? Se dedica a robar a sus clientes.
—Mira, aquí nadie ha robado a nadie; yo no puse el precio, lo pusiste tú. Me pareció que te ayudaba, que salías muy satisfecho con la venta. No hay más, muchacho. La vida es así. No se gana siempre.
Juan rió amargamente. Se le acercó con la cara morada y sudorosa.
—Esto no quedará así—le amenazó alejándose como alma que lleva al diablo.




—Te engañó como a un chino.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir flagelándome con eso?
—Hasta que me canse.
Juan resopló.
— ¿Te vas a quedar así? —le hostigó ella—Si no fuera por mi ni siquiera se te hubiera ocurrido consultar el titulo del libro en Internet, ni ir a ver a mi profesor…
—¡Quieres dejarlo!
—Tienes que recuperar ese libro. Nos comen las deudas, hace cuatro meses que no pagamos el alquiler. Pero, ¿es que no vas a hacer nada?
—No sé qué quieres que haga. ¿Dime? ¿Le apunto con una pistola o le pido rescate por el perro? —gritó golpeando la mesa—. No me vuelvas loco.
—Pues mira, podría ser.
Él la contempló en silencio.
—Si no te conociera creería que hablas en serio.
—Estoy desesperada y muy enfadada. Ahora mismo podría hacer cualquier cosa.
Los dos se miraron fijamente.
—Sólo quiero que le apretemos un poco las tuercas. Hagamos que se arrepienta de lo que te hizo.
Juan suspiró ruidosamente, cansado y aturdido, sin ganas de replicar.
—Hablo en serio, Juan— tanteó ella pero él siguió callado—. ¡No tienes sangre en las venas!
—Marta no empecemos que ya he tenido suficiente.



Seis días más tarde, el notario salía de la oficina como cada día a las siete menos cinco de la tarde. Casi había olvidado aquel triste asunto, aunque alguien se había empeñado en recordárselo arañando su coche con un destornillador.
La venta del incunable estaba prácticamente cerrada. Aquella tarde iba a reunirse con el comprador en un restaurante cercano, por eso, y aunque no le hacía gracia, llevaba consigo el valioso libro.
Veloz, cruzó el desértico aparcamiento, y accionó el mandó del coche que pitó e iluminó el lugar con sus luces parpadeantes. Se sobresaltó a descubrir a una chica apoyada sobre el capó.
—Bonito coche.
—¿Quién eres?
—Alguien que quiere recuperar lo que es suyo.
El notario rió.
—No tengo tiempo para tonterías.
—Yo tampoco.
La chica le sostuvo la mirada.
—Bueno, ya he tenido suficiente, baja del coche —exclamó el notario agarrándola violentamente de un brazo.
Pero ella sacó un destornillador y le amenazó. Él reculó.
—Quiero el libro.
—¿El libro? ¿Crees que me voy a achantar por un simple destornillador? En este aparcamiento hay cámaras, y esto es un delito.
—El libro, no quiero repetírtelo.
Él la miró estupefacto. Sacó el móvil del bolsillo.
— Llamaré a la policía…
—Mejor que llame a su casa, tal vez tengan noticias importantes que darle.
El notario no quería dar pábulo a sus palabras pero al oírla no pudo evitar sentirse nervioso. Marcó el número de la casa pero nadie contestó.
—No hay nadie.
—Puede que estén en la policía, es lo que se hace cuando alguien desaparece sin rastro.
Pálido, rió a carcajadas sin poder evitarlo.
—No me tomes el pelo, maldita chiflada. Ya te has divertido bastante, lárgate antes de…
— ¿Es su hijo, el de siete años, el que estudia en ese colegio tan exclusivo de la calle Cardenal? Para ser un modesto notario tiene un nivel de vida muy alto.
La sangre se le escapó del cuerpo.
—¿Qué?
—¿Tiene un hijo, no? Que estudia en un colegio pijo del centro. A estas horas ya tendría que estar en casa.
El corazón le dio un vuelco. Con dedos torpes marcó el número de móvil de su mujer.
—Apagado o fuera de cobertura.
Ella le miró fríamente.
—Qué pena, con lo nervioso que está. Ahora, dame el libro.
En un momento de descuido él retorció la muñeca que sostenía el destornillador pero ella, demostrando unos reflejos extraordinarios, le propinó una patada en la entrepierna. El notario cayó al suelo hecho un ovillo, aullando de dolor.
—Por favor, se acaba el tiempo para su hijo. El libro.
—De acuerdo—susurró resignado.
Subieron al despacho y él abrió la caja fuerte. Sacó una caja de cartón cerrada y se la tendió.
—Mi hijo…
—Está bien, supongo; de compras con mamá —y sonrió abriendo la caja impulsivamente.—Llame, compruébelo.
Él accedió y al segundo tono escuchó la voz ingenua y tranquila de su mujer.
—Me engañaste.
—No, tú quisiste creerlo.
—Tú plan era muy arriesgado.
—Fue una suerte que tu mujer no cogiera el móvil en ese momento, me hubieras pillado.
Los ojos de ella contemplaron con arrebato el libro.
—Parece mentira que esto valga tanto —comentó poniéndose en pie—. Por cierto, ha sido un placer—exclamó guiñándole un ojo antes de desaparecer por la puerta.
El notario se quedo mirando el hueco por el que la joven acababa de desaparecer.
—Lo mismo digo.
Sentado tras su escritorio jugó con el abrecartas unos minutos sin decidirse a marcar el número del comprador que aquellas horas debía estar esperándole en el lugar acordado. Aunque finalmente se obligó a hacerlo.
—Voy a tardar más de lo previsto. He tenido una visita indeseada…Sí, está solucionado…La gente cree lo que quiere creer…No te preocupes, está a buen recaudo… ¡No hombre!, no empecemos con las suspicacias…Entiendo, pero yo soy de fiar…Toda precaución es poca…Si no te fías llama al perito…Primero tengo que hacer otra llamada…Sí, tengo que denunciar un atraco. No veas lo inseguros que se han vuelto los aparcamientos…De acuerdo. Hasta pronto.
El notario se acercó a la caja fuerte que seguía abierta y la cerró con cuidado. Antes de apagar las luces y salir del despacho se quedó mirando los dibujos infantiles de su hijo y la fotografía de su mujer. Estaba empezando a cansarse de aquella vida y por primera vez se planteó dejar sus negocios y volver a ser un modesto notario.
No se puede ganar siempre, se dijo, y se dirigió al ascensor cabizbajo.
Bueno...mientras la suerte siga estando de mi lado tendré que aprovechar —pensó, convencido de que ni el perito más experimentado podría descubrir que aquel libro tampoco se trataba del original.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...