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23 de marzo de 2015

Historia de una silla vieja



Una silla tiene que tener dos características para resultar útil, ser cómoda y constituir un bonito elemento decorativo. Pero nuestra silla no poseía ninguno de esos atributos. Había sido construida en hierro y ensamblada como otras miles en una fábrica a las afueras de París.
Era fea, pequeña, incómoda, plegable y azul. Tenía una compañera idéntica. Pertenecían a un conjunto de terraza, como las llamaban, que constaba también de una mesa de metal. Y durante un tiempo fue ahí donde languidecieron, en una sombría terraza desde la que escuchaban las campanas de Notre Dame.
Más tarde su dueño la eligió a ella para usarla. Como nadie lo había hecho se sintió hinchada de felicidad. Él era pintor y muy mayor, y aunque ella se avergonzaba de su reducida constitución, de la ligereza de su material, y de su color, su dueño nunca dio muestras de disgusto cuando salían de excursión.
Le fascinaba el cambio que percibía en él cuando después de observar el paisaje minuciosamente daba sus primeras y vibrantes pinceladas al lienzo. Él había estado a punto de perder la vista pero una operación le había devuelto la luz, y era luz lo que aquel artista, Claude, captaba con sus pinceles.
Sin embargo, cuando él murió poco después su suerte también se apagó. Parte de los objetos del pintor fueron sacados de la casa, algunos se vendieron, otros se tiraron, y otros, como ella, se perdieron. Fue así, al resbalar de un camión de mudanzas, como terminó en manos de su segunda dueña, una joven ama de casa que apoyaba en su asiento un cesto lleno de ropa para tender.
Cuando terminaba su labor, que normalmente le ocupaba media hora, se sentaba en ella, se secaba el sudor con un delantal y suspiraba muy hondo mientras miraba más allá de la ciudad, por encima de los edificios, hacía el atardecer, esperando que en el cielo se encendieran las primeras estrellas. 
Cuando llegó el invierno dejó de verla. Los meses  de frío hicieron mella en su armazón. Cada vez le costaba más plegarse, estaba despintada y sucia. Dejó de ser  útil y terminó en una buhardilla, junto con otros trastos inservibles.
Pasó mucho tiempo, un tiempo gris, un invierno completo de bombas, destrucción, miseria, muerte y abandono. Se había olvidado de la intensidad del sol así que cuando su tercer dueño la rescató de la oscuridad la sorpresa fue muy grata.
Acabó en otra azotea donde sólo veía ladrillo, esta vez como palo de portería. Era agradable escuchar a su tercer dueño jugar, alborotar y reír.  Le tranquilizaba que jamás tuviera en cuenta sus achaques y que la considerara esencial en su diversión. A su edad aquello era un regalo. Y además desde allí le llegaba el sonido del mar. Sospechaba que lo era porque cuando el viento cambiaba lo sentía sobre ella como un sudor salado.
Sabía que no duraría, pero no permitió que eso le amargara. Disfrutó de aquel tiempo y su recuerdo le dio fuerzas para aguantar otros inviernos, otros períodos de abandono.
Había llegado al ocaso de su vida. Tenía casi cuarenta años cuando alguien la recogió de un cubo de basura, la penúltima parada de su existencia, y se la llevó. Ella la lijó, la engrasó, la pintó de un bonito amarillo,  le cosió un mullido cojín de estampado frutal y la colocó en su nueva ubicación.
Era una noche de verano y se sentía como nunca en aquella enorme terraza donde veía las rocas oscuras de una cala y la espuma de mar coronando un mar verdoso y trasparente.
El cielo despejado, el sonido de las olas, las luces, la música, las charlas relajadas, las bebidas de colores, las risas. Por fin el frío había pasado y nunca volvería a sentirlo.
Quién iba a decirle, allá en su año de nacimiento, que tendría una vida tan larga y que tras tantas penurias, tanto gris y tanto humo, tendría otra oportunidad para renacer, para vivir la vida que siempre se mereció vivir; esa, en la que todas y cada una de sus noches serían siempre noches de verano.  

5 comentarios:

Ana Bohemia dijo...

Muy bueno tu relato Raque. Esta muy bien otorgarle vida y alma a un objeto inanimado, y contar su historia y su trayectoria por varias dueños, lugares y sensaciones, hasta que al final tuvo su recompensa, el arrullo casi eterno de sus noches de verano.
Me ha encantado!!
;)

amparo puig dijo...

Precioso. Yo pienso que las cosas inanimadas tienen una especie de alma. Siento cierta pasión por las cosas abandonadas -de ahí el nombre de mi blog-, y pienso que recuperarlas es devolverles la vida. Los objetos también tienen su historia y a veces está tan entrelazada con la nuestra...

Ligia dijo...

Me ha gustado mucho el relato, Raquel. Es verdad que tratamos de darle vida a los objetos que nos han acompañado mucho tiempo. Abrazos

Raquel dijo...

Muchas garcias, Ana, Amparo y Ligia, me alegra que este relato os haya gustado, me gustó mucho escribirlo y darle forma a la vida de una pobre silla vieja y abandonada.
También me gusta el renovar, darles otra vida, a las cosas viejas.
Un abrazo para todas :)

Anónimo dijo...

¡Impresionante, Raquel! Casi lloro junto a la silla, tanta ha sido la empatía que he sentido mientras leía la historia de su vida. Y es que como dice Ligia, yo también he imaginado desde niña que los objetos inertes tenían vida interior de alguna manera, como si la vida misma contagiase de vida todo lo que la rodea inevitablemente. Bellísimas tus palabras. Me han cubierto de esperanza. Tu frase final, una maravilla.
Gracias por tan maravilloso cuento.
Abrazos:
Carol

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