Es de noche. La carretera está oscura como lo que te
rodea. Al otro lado de los arcenes hay un monte. Lo sabes porque te llega el
aroma de los pinos mojados a través de la ventanilla, pero la tiniebla es tan
densa que no puedes ver nada, sólo una pequeña parcela borrosa; lo que los
faros de tu coche consiguen arrancar a la oscuridad al pasar.
Es una carretera monótona y estás solo. Cae una lluvia
fina. La radio no sintoniza bien pero no
quieres apagarla. Necesitas escuchar algo, aunque sean interferencias. No
quieres dormirte. Hay muchas curvas en ese tramo.
A través de los imponentes árboles ves un cielo nuboso
y una luna mordida que parece sacada de un cuento de terror. Pero pronto todo
empieza a repetirse como un bucle. Carretera, oscuridad, una curva, otra curva,
oscuridad, oscuridad, oscuridad… No quieres dormirte pero notas ese cosquilleo
en los dedos, ese que precede al sueño.
Abres más la ventanilla para que el aire frío te
despeje. Entonces la ves. Está allí en medio de la carretera, bajo la lluvia. Sólo
te da tiempo a esquivarla y clavar los frenos. Tu coche se desliza más de lo
que quieres sobre la capa de agua hasta pararse por completo. Tienes los ojos
muy abiertos y las manos aferradas al volante. El corazón te va muy rápido.
Miras los dígitos luminosos de la hora en el salpicadero, las doce en punto. Te
sientes aturdido. ¿Qué acaba de pasar? Levantas la vista con un ligero temblor
de cabeza para mirar por el espejo retrovisor. ¿Un accidente? No has visto
ningún coche, ningún rastro, sólo aquella figura…
La luz de los faros rompe las sombras de delante pero
detrás todo está a oscuras. Esa oscuridad tan extraña que ha sido tu compañera
de viaje.
Te asomas al espejo retrovisor pero no ves nada. Estás
temblando y no sabes por qué. Apagas la radio para escuchar. Pero no oyes
ningún grito de auxilio. Ninguna voz reclamando ayuda.
Das marcha atrás despacio. Estaba allí, no estás loco.
Lentamente tu coche deshace el camino pero no hay nadie. No puede ser, piensas.
La viste, estás seguro. Decides bajarte y echar un vistazo. Abres la puerta,
las finas gotas de lluvia caen sobre tu brazo. Al inspirar el aire helado sientes
un escalofrío. Te sientes paralizado. ¿Una alucinación? Quizás tu mente te ha
jugado una mala pasada.
No sabes por qué lo haces pero accionas el claxon, como
si quisieras ahuyentar algo, para ahuyentar algo. Aún así todo permanece en
calma. Esperas. Nada pasa así que cierras la puerta y te pones en marcha. El
coche se ha enfriado, o quizás eres tú y es de ti de quien surge aquel gélido
halito. Tiemblas tanto que te cuesta sujetar el volante. Pero te sumerges en la carretera y
sigues adelante.
Oscuridad, una curva, otra curva, oscuridad,
oscuridad… El sueño golpeándote detrás de los párpados. Oscuridad… y una mano
fría, mojada sobre tu hombro. Has estado a punto de dormirte otra vez. Abres
los ojos y miras por el espejo retrovisor. El miedo te golpea en la nuca. Está
ahí, detrás de ti y te grita: ¡Cuidado!
Vuelves la mirada hacia la carretera y frenas a fondo.
Te has quedado a milímetros de despeñarte en esa curva y tu respiración agitada
lo llena todo. Tienes que cerrar los ojos para soportar el latido de la cabeza.
Cuando los abres ella ya se ha ido. Pero sales bajo la lluvia a buscarla. Revisas el
coche, los alrededores. Te asomas al abismo y das unos cuantos pasos
tambaleantes por el asfalto mojado.
Hay algo a un lado del camino. Sacas el móvil y
enciendes la linterna. Descubres una pequeña capilla de madera. Ves la cruz, las flores de plástico, la foto
plastificada con una nota al pie. “Inés, nunca te olvidaremos”. Son sus ojos,
su rostro. Un recordatorio de su vida y
muerte.
Vuelves al coche, estás calado de la cabeza a los
pies. La adrenalina aún recorre tu cuerpo como fogonazos. El frío se ha
esfumado. Recorres el último tramo de aquella carretera conteniendo el aliento.
Cuando llegas a la civilización sientes una sensación de alivio. Decides que no
contarás a nadie lo sucedido. Aún no estás seguro de si lo soñaste, de si fue
real o una alucinación. Sólo sabes que nunca
olvidarás aquellos ojos y el contacto de aquella mano fría en tu hombro. No sabes quién fue Inés, si como parece, dejó
su vida en aquella curva. De lo único de lo que estás seguro es de que será tu
secreto mejor guardado.
Mas que una historia de fantasmas me parece una historia sobre seres protectores, un ángel guardián que te salva del desastre. La carretera de noche da para mucho, para imaginar cosas y ver cosas que son, están, y quizás no son ni estan.
ResponderEliminarUn besote
:)
Raquel, el redactado es impresionante, parece que estoy ahí, en ese coche y en esa curva, parece que la veo y la siento.
ResponderEliminarCreo que somos muchas personas las que, en un momento dado, hemos tenido la sensación de haber visto a esa chica de la curva.
Un beso enorme.
Sí, viajar de noche tiene algo que incita a la imaginación, sobre todo si el paraje es así tenebroso y lleno de curvas. lo de los ángeles protectores era lo que quería reflejar en el relato.
ResponderEliminarUn besote :=
Muchas gracias Montse, me gusta mucho que te haya trasmitido todo eso porque era lo que pretendía.
Esta leyenda urbana se ha extendido por casi todo el planeta, algo tendrá que tanta gente asegura haber visto a la chica de la curva.
Un beso enorme :)