Las oportunidades son como los amaneceres: si uno espera demasiado, se los pierde.
Williams George Ward.
Todo lo que había sepultado en lo más profundo de mí ser salió a la superficie en cuanto mis pies tocaron aquel asfalto mal pavimentado de la estación de autobuses.
Había soñado cientos de veces con aquello. Había planeado meticulosamente cuales serían mis pasos, sin dejar ningún cabo suelto. Pero allí, plantado en aquel lugar tan familiar, respirando aquel aire conocido todo se fue al traste.
De repente me sentí asaltado por las dudas. Ya no me parecía tan buena idea propiciar un encuentro.
Quería deslizarme de aquel lugar de la manera más discreta posible y arrastrarme hasta la maloliente habitación del hostal sin ser visto por nadie, pero aquellos minutos de indecisión fueron vitales, y pusieron en marcha los intrincados mecanismos del destino. Así lo quiso, siempre caprichoso el azar, al reunirnos, de golpe y sin anestesia, al bajar ella de otro autobús.
Nos vimos. Imposible huir. Su cara relajada de unos segundos atrás pasó del blanco al rojo en una mueca grotesca que, por alguna razón, me divirtió. Era una situación incómoda, y su actitud, allí plantada, debatiéndose entre dar un paso o diez hacía la salida más cercana me resultó muy divertida. A ninguno de los dos se nos escapaba lo vitales que eran aquellos primeros minutos.
Había vuelto, ¿y ahora qué? ¿Hacía como si nada hubiera pasado o me lanzaba a sus pies suplicando perdón?
—He regresado —atiné a decir, tan torpe como siempre. Y ella me miró ofendida, con los ojos chispeantes de rabia.
—¡Idiota! —exclamó, alejándose de mí con los dientes apretados.
Todo había pasado tan rápido que necesité de unos minutos para procesar aquella información. ¿Qué había fallado?
Me fui hasta el hostal arrastrando el alma. Había estado muchas veces en aquel lugar pero en aquella ocasión me pareció más repugnante que nunca. Un lugar miserable a la altura de mis sentimientos. Revivía una y otra vez la escena de la estación, me torturaba deliberadamente. Me sentía lo que era; un pobre desgraciado que estropea la mejor de todas las oportunidades de volver con el amor de su vida. Me lo merecía. Había sido un imbécil.
Pensar que ella estaba en mi misma ciudad, a tres o cuatro calles de distancia, que quizás pensaba ahora mismo en mí, fue más de lo que pude soportar. Había fallado, no era la primera vez, pero no estaba dispuesto a revolcarme en mi fracaso.
Tenía que volver a verla, convencerla, hacerle ver lo mucho que la había echado de menos; lo mucho que la necesitaba. Tenía que verla aunque ella no quisiera.
Me eché a la calle y me dirigí con la urgencia que avivaba mi corazón hacia su casa. Me topé con Gardel, un viejo amigo de infancia, y a pesar de mis disculpas me vi arrastrado al bar de su padre sin poder hacer nada por evitarlo. Gardel sacó su artillería pesada y de nuevo me vi obligado, a regañadientes, a dar detalles de mi vuelta y de mi vida lejos de allí. Hablamos durante minutos, a pesar de que me sentía morir cada vez que la aguja del reloj completaba una vuelta en su alocada carrera. El tema se desvió hacia otros asuntos, más personales, y comprendí que era allí donde Gardel quería ir a parar. Salió el tema de Vega, y de mi huída precipitada.
—La dejaste hecha polvo, con los papeles casi firmados, la hipoteca del piso, la lista de bodas… Yo no sé qué motivos tendrías pero eso no se hace; no a una buena chica como ella.
—Mis motivos tendría, pero como dices son míos.
—Ya, y por eso ni una llamada, a una chica con la que estuviste siete años.
Nos miramos. Había en sus ojos una rabia que me inquietó.
—¿Y a ti que te importan mis asuntos? ¿Quién eres tú para juzgarme?
—¿Qué quién soy? Fui tu amigo hace tiempo, hoy sólo soy alguien al que no le apetece morderse la lengua.
—Pues muy bien, pero yo me voy. No puedo perder el tiempo con juicios. Sí. Fui un gilipollas, me porté como un idiota, pero he regresado y…
—Y te crees que todo sigue igual, ¿no? Qué después de tanto tiempo y tantas humillaciones basta con decir “he regresado”. Por mi te puedes ir a la mierda.
Me puse en pie y después de mirarnos una última vez, una mirada que me heló la sangre, salí de allí tan confuso que durante unos minutos no supe a dónde dirigirme.
Caminé por aquella ciudad que en otro tiempo había sido mía; pasé por los lugares que solía frecuentar, incluso por el piso que un día compramos Vega y yo. Todo había cambiado en aquellos cinco años. Coincidí con algunos de mis viejos vecinos, que desviaron la vista rápidamente en cuanto me vieron.
Durante unas horas la esperé en el parque, y el peso de todas aquellas miradas, de las duras palabras de Gardel, me hicieron flaquear. ¿Qué derecho tenía yo, después de tanto tiempo, a volver e intentar reclamar su amor?
Y entonces ella apreció. La había esperado y ella llegaba por sorpresa justo en aquel momento en que mi razón y mi corazón se enfrentaban sin tregua.
Se sentó a mi lado, y me miró muy tranquila, esperando que yo diera el primer paso.
—¿Cómo estás? —dije, roto por dentro.
—Muy sorprendida. Me pregunto qué es lo que quieres después de tanto tiempo.
—No lo sé, tal vez que me digas a la cara todo lo que me merezco.
—Ya lo hice esta mañana —dijo, y sonrió.
—Lo siento, me entró miedo.
Ella bajó la vista. Yo continúe hablando.
—Nunca he dejado de pensar en ti, ni un segundo.
—Bien… —se mordió un labio—, ¿y qué esperas que te diga yo?
—Algo, lo que sea.
—¿Para qué?
—Porque lo necesito.
El silencio nos envolvió. Sus ojos brillaban. Sollozó y rió al mismo tiempo.
—Te quise, y durante mucho tiempo después de irte te seguí queriendo, haciéndome ilusiones de que me llamarías, de que mostrarías interés por mí. Estaba dispuesta a perdonarte. Éramos muy jóvenes. Pero el tiempo pasó, y fue como si me diera una bofetada de realidad. Nunca me llamaste, nunca supe nada de ti.
—Intenté llamarte muchas veces, pero ¿qué podía decirte?
—Algo; algo hubiera estado bien.
Nos miramos a los ojos y ella frunció el ceño.
—Ya no estoy enfadada contigo, sólo espero que algún día tú puedas dejar de estarlo contigo mismo.
Se alejó. Me dejó solo. Sus palabras cayeron en mí como una losa. La vi marcharse, y fue como si se materializasen todos mis miedos. Me atragantó el pánico; me paralizó la idea de seguir envejeciendo sin tenerla más junto a mí.
Regresé al hostal y en la soledad de aquellas cuatro sucias paredes fui consciente de que jamás me perdonaría el haber destruido mi felicidad cuando la tenía en la palma de la mano.
Al día siguiente, en la misma la estación de autobuses, el azar, siempre el caprichoso azar, volvió a reunirnos. Ella se limitó a mirarme con una sonrisa sincera, de agradecimiento, antes de subir a su autobús. Yo se la devolví al otro lado de la estación antes de subirme al mío. Fue la última vez que nos vimos. Nuestros rumbos nunca volvieron a cruzarse.