El paisaje se transformó y fue entonces cuando fui consciente del cambio que iba a experimentar mi vida, aislado de la civilización en aquella isla remota. La extensión de plataneras fue quedando atrás mientras ascendíamos por una carretera llena de socavones y piedras que caían de las cumbres escarpadas. La vieja carretera arañaba la piedra vertical de un acantilado para internarse en sus entrañas. Pocos coches se atrevían a realizar aquel peligroso viaje, único camino que conducía al faro y al lugar que sería mi hogar los próximos seis meses. En algunos tramos de la sinuosa carretera el abismo se abría casi bajo mis pies y, en ocasiones, si la curva era muy cerrada, podía sentir el poder del precipicio tirando de mi estómago. Sin embargo no sentí miedo sino una emoción extraña, mitad alegría ante lo que me esperaba, mitad incertidumbre ante lo que iba a encontrar. Después de atravesar un oscuro túnel escarbado en la roca el sendero trazaba una suave bajada. El mar quedaba a mi derecha y pude ver por primera vez el faro y un valle, muy diferente a los que había dejado atrás. Sentí la desolación de aquel paraje moldeado por los vientos. Durante kilómetros lo único que vi fue la línea interminable de la desnuda y abrupta costa, el mar turbio y profundo, la pared de roca a mi izquierda, y a lo lejos, erguido frente a los elementos, el faro.
Al bajar del coche percibí el silencio insondable del lugar como si se tratara de un golpe, y temí haberme quedado sordo. Mis pasos sobre la gravilla y las gaviotas me devolvieron la sensación pérdida, pero no del todo. Al contemplar el lugar sentí que mi pecho se abría, el corazón me latía rápido y desacompasado.
Mi guía me ayudó a bajar las maletas del coche y nos dirigimos a la casa ubicada junto al faro. Hacía mucho que nadie la habitaba, y a pesar de que se había acondicionado para mi llegada, se percibía el abandono de las casas vacías. Cuando abrimos todas las ventanas el viento corrió por las estancias llevándose parte de ese abandono. La luz, el olor del mar y de la naturaleza fueron un bálsamo reparador.
Después de bajar las últimas provisiones mi guía se marchó. Me quedé solo, completamente solo por primera vez en mi vida. Fue una sensación extraña, que nunca antes había sentido, de vacío, vértigo y miedo; miedo a tener que convivir tan estrechamente conmigo mismo.
Aquella primera noche me venció el cansancio, dormí de un tirón y no soñé nada.
Mi primer día en la isla lo dediqué a recorrer el paraje cercano, tomando notas sobre la flora y fauna del lugar. El segundo día me arriesgué a ir en la motora hasta el islote donde se encontraban las focas monje, motivo principal de mi aventura. No me acerqué demasiado. Me limité a observarlas a una distancia prudencial, y ensimismado en mi análisis pasé casi toda la mañana en el mar. Cuando regresé, bien entrada la tarde, pude distinguir en el horizonte un bote que se alejaba. No pude ver quien lo ocupaba, pero durante toda la tarde no pude quitármelo de la cabeza.
Los primeros días de aislamiento pasaron rápido, y apenas sentí la soledad que me rodeaba. Casi todos los días salía con la motora a observar los delfines, o las focas, y al regresar a la pequeña cala veía alejarse aquel bote y a su misterioso ocupante. La curiosidad por saber quien era aquel esquivo visitante aumentaba cada día, y cuantos más días pasaba en el faro más urgente se volvía mi necesidad. Las noticias que me llegaban, gracias a la radio, me mantenían informado, me hacían sentir parte del mundo, pero a las pocas semanas de mi llegada empecé a echar en falta el calor humano, el sonido de una voz.
El guía que me había traído hasta allí regresó justo cuando se cumplían cuatro semanas y la despensa empezaba a vaciarse. Me trajo provisiones y conversación. Paseamos por la costa rocosa, tratando de mantenernos en pie a pesar del fuerte viento, y le hablé del extraño bote. Se echó a reír aliviando mis temores. Seguramente se trataba de un pescador que aprovechaba mi paseo para venir a pescar a la cala, o un ermitaño demasiado tímido para dejarse ver, me explicó, y me convencí.
La quietud de aquella tierra empezó a resultarme opresora cuando caía la tarde. A esas horas había acabado de trascribir mis informes y tenía toda la velada para mi solo. Llenar esas horas me resultaba desesperante. Había tanta calma flotando en el ambiente que la mayoría de las noches temía volverme loco. El arrullo de las olas lejos de serenarme me agobiaba. A pesar de lo cansado que me sentía la mayoría de los días no podía descansar bien. Era aquella quietud, aquella desesperante calma incrustándose en mi cerebro. Así que pasaba las noches en vela, y cuando conseguía pegar ojo era entrada la madrugada.
Una noche mis pasos me llevaron al viejo y fantasmal faro. Llevaba un candil pero su luz era insuficiente para penetrar aquella penumbra que se extendía por todas partes. Sólo estuve unos segundos, pues me sobrecogía aquel lugar. Aún así a la noche siguiente regresé. El viejo generador de gasolina que se usaba para alumbrar la estancia seguía allí y probé a encenderlo sin mucha convicción, pero para mi sorpresa aquel cacharro arrancó y las bombillas polvorientas se alumbraron con un chisporroteo. La luz me descubrió una estación de radioaficionado que había sido abandonada tiempo atrás. Jugando encendí la emisora y me mantuve a la escucha, girando la rueda para buscar una frecuencia fantasma, impresionado de que aquel cacharro pudiera funcionar. “Hola, ¿hay alguien ahí?”, dije, y aunque nadie contestó insistí con tanta impaciencia que yo mismo me sorprendí. Aquel juego duró unos minutos, durante los cuales yo repetía sin parar: “¿Hay alguien ahí?” Iba a tirar la toalla, cuando una voz distorsionada, algo robótica, resonó con fuerza desde el aparato.
—Aquí CM374, ¿con quién hablo?
Me quedé paralizado.
—Hola, aquí CM374, ¿con quién hablo?
Mi respiración se volvió pesada, jadeante, cuando logré arrancar de mi garganta la primera palabra que pronunciaba en horas: “Carlos”.
—¿Tienes licencia?
Titubeé antes de responder.
—Me temo que no, he llegado aquí por casualidad.
—¿Desde dónde trasmites?
—Desde un faro, un viejo faro abandonado.
El silencio se impuso de nuevo, y temí haber perdido a mi receptor.
—Es un lugar curioso —dijo al fin.
—Sí, y muy solitario.
Esas fueron las primeras e intrascendentes palabras de una conversación que se prolongaría horas. La primera de muchas conversaciones, porque noche tras noche regresaba al faro para hablar con aquel desconocido, CM374. Quizás fuera la soledad que me rodeaba, el insomnio que empezaba a consumir mi ánimo, pero aquella voz se convirtió en algo vital para mí. Poco a poco nuestras charlas se volvieron más profundas, pues él parecía sentirse tan solo como yo. Una noche empezamos una conversación que él tuvo que interrumpir. Había en su voz una oscuridad insondable, y entendí que sentía mucho dolor al hablar de aquello.
—Algún día te lo contaré—dijo entonces—, cuando nos veamos cara a cara.
No volvió. Durante las semanas siguientes le esperé inútilmente sin faltar un día. En ese tiempo seguí saliendo cada día al mar, refugiándome en el trabajo que me reconfortaba. Pero al llegar a la cala el desasosiego me atrapaba. El pescador huraño también había desaparecido sin rastro, lo que me hacía sentir más desamparado. Aquella extensión desierta empezó a parecerme una cárcel de la que no podía escapar. Estaba decidido abandonar aquel paraje para siempre cuando, regresando del islote de las focas, divisé un bote, el bote del pescador. Me esperaba en la arena, por primera vez. Según me aproximaba mi asombro crecía. Al saltar al agua pude fijarme mejor en el bote, pintado de blanco y rojo, con un nombre y unos números escritos en azul en una esquina del mismo: Carmen 374. Un hombre con el rostro curtido por el sol salió a mi encuentro extendiéndome una mano callosa y fuerte.
—Hola, soy José. Te debo una conversación —dijo, y me miró fijamente con una sonrisa.
Le estreché la mano fuertemente sonriendo con toda la extrañeza que sentía. Poniendo rostro por fin al propietario de aquella voz limpia y profunda que había sido un oasis en mi soledad.
Al bajar del coche percibí el silencio insondable del lugar como si se tratara de un golpe, y temí haberme quedado sordo. Mis pasos sobre la gravilla y las gaviotas me devolvieron la sensación pérdida, pero no del todo. Al contemplar el lugar sentí que mi pecho se abría, el corazón me latía rápido y desacompasado.
Mi guía me ayudó a bajar las maletas del coche y nos dirigimos a la casa ubicada junto al faro. Hacía mucho que nadie la habitaba, y a pesar de que se había acondicionado para mi llegada, se percibía el abandono de las casas vacías. Cuando abrimos todas las ventanas el viento corrió por las estancias llevándose parte de ese abandono. La luz, el olor del mar y de la naturaleza fueron un bálsamo reparador.
Después de bajar las últimas provisiones mi guía se marchó. Me quedé solo, completamente solo por primera vez en mi vida. Fue una sensación extraña, que nunca antes había sentido, de vacío, vértigo y miedo; miedo a tener que convivir tan estrechamente conmigo mismo.
Aquella primera noche me venció el cansancio, dormí de un tirón y no soñé nada.
Mi primer día en la isla lo dediqué a recorrer el paraje cercano, tomando notas sobre la flora y fauna del lugar. El segundo día me arriesgué a ir en la motora hasta el islote donde se encontraban las focas monje, motivo principal de mi aventura. No me acerqué demasiado. Me limité a observarlas a una distancia prudencial, y ensimismado en mi análisis pasé casi toda la mañana en el mar. Cuando regresé, bien entrada la tarde, pude distinguir en el horizonte un bote que se alejaba. No pude ver quien lo ocupaba, pero durante toda la tarde no pude quitármelo de la cabeza.
Los primeros días de aislamiento pasaron rápido, y apenas sentí la soledad que me rodeaba. Casi todos los días salía con la motora a observar los delfines, o las focas, y al regresar a la pequeña cala veía alejarse aquel bote y a su misterioso ocupante. La curiosidad por saber quien era aquel esquivo visitante aumentaba cada día, y cuantos más días pasaba en el faro más urgente se volvía mi necesidad. Las noticias que me llegaban, gracias a la radio, me mantenían informado, me hacían sentir parte del mundo, pero a las pocas semanas de mi llegada empecé a echar en falta el calor humano, el sonido de una voz.
El guía que me había traído hasta allí regresó justo cuando se cumplían cuatro semanas y la despensa empezaba a vaciarse. Me trajo provisiones y conversación. Paseamos por la costa rocosa, tratando de mantenernos en pie a pesar del fuerte viento, y le hablé del extraño bote. Se echó a reír aliviando mis temores. Seguramente se trataba de un pescador que aprovechaba mi paseo para venir a pescar a la cala, o un ermitaño demasiado tímido para dejarse ver, me explicó, y me convencí.
La quietud de aquella tierra empezó a resultarme opresora cuando caía la tarde. A esas horas había acabado de trascribir mis informes y tenía toda la velada para mi solo. Llenar esas horas me resultaba desesperante. Había tanta calma flotando en el ambiente que la mayoría de las noches temía volverme loco. El arrullo de las olas lejos de serenarme me agobiaba. A pesar de lo cansado que me sentía la mayoría de los días no podía descansar bien. Era aquella quietud, aquella desesperante calma incrustándose en mi cerebro. Así que pasaba las noches en vela, y cuando conseguía pegar ojo era entrada la madrugada.
Una noche mis pasos me llevaron al viejo y fantasmal faro. Llevaba un candil pero su luz era insuficiente para penetrar aquella penumbra que se extendía por todas partes. Sólo estuve unos segundos, pues me sobrecogía aquel lugar. Aún así a la noche siguiente regresé. El viejo generador de gasolina que se usaba para alumbrar la estancia seguía allí y probé a encenderlo sin mucha convicción, pero para mi sorpresa aquel cacharro arrancó y las bombillas polvorientas se alumbraron con un chisporroteo. La luz me descubrió una estación de radioaficionado que había sido abandonada tiempo atrás. Jugando encendí la emisora y me mantuve a la escucha, girando la rueda para buscar una frecuencia fantasma, impresionado de que aquel cacharro pudiera funcionar. “Hola, ¿hay alguien ahí?”, dije, y aunque nadie contestó insistí con tanta impaciencia que yo mismo me sorprendí. Aquel juego duró unos minutos, durante los cuales yo repetía sin parar: “¿Hay alguien ahí?” Iba a tirar la toalla, cuando una voz distorsionada, algo robótica, resonó con fuerza desde el aparato.
—Aquí CM374, ¿con quién hablo?
Me quedé paralizado.
—Hola, aquí CM374, ¿con quién hablo?
Mi respiración se volvió pesada, jadeante, cuando logré arrancar de mi garganta la primera palabra que pronunciaba en horas: “Carlos”.
—¿Tienes licencia?
Titubeé antes de responder.
—Me temo que no, he llegado aquí por casualidad.
—¿Desde dónde trasmites?
—Desde un faro, un viejo faro abandonado.
El silencio se impuso de nuevo, y temí haber perdido a mi receptor.
—Es un lugar curioso —dijo al fin.
—Sí, y muy solitario.
Esas fueron las primeras e intrascendentes palabras de una conversación que se prolongaría horas. La primera de muchas conversaciones, porque noche tras noche regresaba al faro para hablar con aquel desconocido, CM374. Quizás fuera la soledad que me rodeaba, el insomnio que empezaba a consumir mi ánimo, pero aquella voz se convirtió en algo vital para mí. Poco a poco nuestras charlas se volvieron más profundas, pues él parecía sentirse tan solo como yo. Una noche empezamos una conversación que él tuvo que interrumpir. Había en su voz una oscuridad insondable, y entendí que sentía mucho dolor al hablar de aquello.
—Algún día te lo contaré—dijo entonces—, cuando nos veamos cara a cara.
No volvió. Durante las semanas siguientes le esperé inútilmente sin faltar un día. En ese tiempo seguí saliendo cada día al mar, refugiándome en el trabajo que me reconfortaba. Pero al llegar a la cala el desasosiego me atrapaba. El pescador huraño también había desaparecido sin rastro, lo que me hacía sentir más desamparado. Aquella extensión desierta empezó a parecerme una cárcel de la que no podía escapar. Estaba decidido abandonar aquel paraje para siempre cuando, regresando del islote de las focas, divisé un bote, el bote del pescador. Me esperaba en la arena, por primera vez. Según me aproximaba mi asombro crecía. Al saltar al agua pude fijarme mejor en el bote, pintado de blanco y rojo, con un nombre y unos números escritos en azul en una esquina del mismo: Carmen 374. Un hombre con el rostro curtido por el sol salió a mi encuentro extendiéndome una mano callosa y fuerte.
—Hola, soy José. Te debo una conversación —dijo, y me miró fijamente con una sonrisa.
Le estreché la mano fuertemente sonriendo con toda la extrañeza que sentía. Poniendo rostro por fin al propietario de aquella voz limpia y profunda que había sido un oasis en mi soledad.
Me ha gustado el relato, muy original. Abrazos
ResponderEliminarGracias Ligia, por el comentario y por la visita.
ResponderEliminarUn abrazo :)
Hermoso relato, me encantaria vivir algo parecido; muy bien contado. Un abrazo.
ResponderEliminarUn relato muy bueno Raque, la historia me ha atrapado de verdad, es una idea preciosa encontrar una voz en medio de la nada que te ayude a sobrellevar la soledad, que se convierta en tu amiga. Escribes muy bien, ojala pudieras vivir de esto. Muchos besos
ResponderEliminar:)
Muchas gracias, Prometeo y Ana.
ResponderEliminarMuchos besos para los dos. Me animais mucho.