Nada existe más largo que los días ingratos
cuando caen los copos de los años nevosos;
el hastío, que es fruto de la triste desgana,
toma las proporciones de una cosa inmortal.
Charles Baudelaire.
Aquella mañana primaveral de finales de mayo Darío Castro se levantó de un humor extraño. No desayunó, y se encerró en su despacho del que no salió hasta bien entrada la tarde.
Había oscurecido cuando —totalmente convencido de la decisión que había tomado— realizó la llamada de teléfono más importante de su vida.
Su secretario Eduardo no tardó en llegar, a pesar de la hora intempestiva. Darío lo recibió en la biblioteca, donde había esparcido ante sí cartas, libros y viejas fotografías.
—Es el momento —le anunció.
—¿No hay marcha atrás?
—No.
El secretario, con la mirada ensombrecida, se acercó hasta él.
—Les he citado para mañana a las diez, como me pidió —dijo en voz baja, luchando contra la tristeza que empezaba a enredarse en su garganta.
El viejo no dijo nada y siguió revisando el montón de cartas amarillentas que tenía sobre la mesa con su habitual semblante serio.
A las diez de la mañana llegaron puntuales dos de los tres invitados que estaban citados. Eduardo los hizo pasar al despacho.
Mucho más tarde apareció el tercero.
—Ha llegado —anunció el secretario, interrumpiéndolos— Está en el jardín. No quiere entrar.
—Tan testarudo como siempre —se lamentó Darío—. Bueno… si Mahoma no va a la montaña, la montaña ha de ir a Mahoma. —exclamó poniéndose en pie.
—Pero… usted no... Le explicaré la situación
—¡Nada de eso! —Le cortó el viejo dando un vigoroso golpe en la mesa—. Aún puedo valerme por mi mismo, me vendrá bien caminar un poco.
Con dificultad se dirigió hasta la puerta corredera y salió al luminoso jardín. Hacía demasiado calor aquel día, y el esfuerzo lo dejó agotado.
Él tercer y joven invitado miraba absorto los rosales blancos. Darío lo observó en silencio.
Carraspeó para hacerse notar.
— Te presentaste al fin…
Desviando la vista de las rosas, el joven se volvió para mirarle con frialdad.
—No tuve alternativa —dijo impasible—, me dijeron que era grave, que te morías. Pero veo que exageraron la cosa.
—Y así es, me muero.
La cara del joven se contrajo en una mueca de incredulidad.
—Algún día. Hoy no lo creo. Te veo muy bien.
—Me muero. No me lleves la contraria.
—Como siempre no se te puede decir nada —dijo molesto—. Te mueres. ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Es lo que quiero averiguar —contestó el viejo pensativo, y desvió la vista hacía las rosas blancas, que resplandecían como estrellas fugaces bajo el cálido sol de mayo.
Recordaba aquella biblioteca, los libros apilados sin orden en los estantes a rebosar, el escritorio de caoba siempre desordenado, el cuadro marino que presidía la habitación, la alfombra gastada, las cortinas blancas. Nada había cambiado, sólo la figura sentada al otro lado del escritorio lo había hecho.
—Hace doce años me juré no volver a pisar esta casa. No me siento bien rompiendo mis promesas.
—Siempre fuiste muy orgulloso, pero en eso tienes a quien salir.
—No la menciones.
—No lo he hecho.
—No lo hagas. Su nombre se ensucia en tus labios.
—Sé que no me porté bien, y me merezco tu desprecio, pero…
—Pero te mueres y quieres limpiar tu consciencia.
—No —dijo mirándole fijamente—, sólo quiero pedirte perdón.
El joven resopló con sarcasmo. Tenía un peso en el estómago que le impedía respirar.
—No te mueres, viejo, la mala hierba no muere. —Se levantó llevado por un arrebato y añadió—: Si esto es lo que tenías que decirme, ya está todo dicho. ¡Te mueres! —gritó mirándole con intensidad—. Podré superarlo.
Darío le observó impasible. El joven alcanzó la puerta en dos zancadas.
—Necesito tu perdón.
Esas palabras, pronunciadas con una desesperación casi agónica, tuvieron un efecto paralizante en el joven.
—¡Qué pena —exclamó— que no pueda complacerte en eso!
—Cabezota y arrogante; en algo teníamos que parecernos. Soy consciente de lo que te pido. Sólo quiero que me escuches.
El joven se limitó a mirarle.
—Llevo muchos años enfermo, Jaime, demasiados. No he actuado bien. He sido egoísta, y un mal padre para ti, más preocupado de vivir la vida que de educarte. He sido un marido mujeriego, un amigo interesado, un jugador tramposo. He vivido la vida plenamente. Nunca me he privado de nada. Nunca me he arrepentido de lo que he hecho, de los que he dejado por el camino aún sabiendo que les hería. Pero la vida termina enfrentándonos contra nosotros mismos. Y créeme, he luchado despiadadamente.
Jaime le contempló, sombrío.
—Morir no es tan fácil —continuó—. Por mucho que uno lo desee o lo necesite, no es fácil. ¿Por qué… para qué aguardar pacientemente a que llegue mientras me debilito? Cuando uno es tan viejo como yo, y está tan enfermo, es inevitable pensar en ello. Cuando se tiene tanto tiempo libre, y se está tan solo, esta maquina infernal empieza a recordar. Llega un momento en que los recuerdos es lo único que te queda. Pero la mía ya no funciona como antes. Los recuerdos no son tan precisos como lo fueron ayer; cada vez hay más niebla. Tengo miedo de que llegue el momento en el que sólo haya niebla. Es muy difícil vivir cuando uno ya no lo desea.
Los ojos de Darío buscaron los de Jaime.
—Lo que tengo irá a más, se extenderá, me arrasara. No dejará nada. No quiero que la enfermedad y el dolor me conviertan en otra persona. Quiero vivir esto, ser consciente de ese transito con todas mis facultades intactas; y por eso, he decidido que no voy a esperar más.
Jaime tenía el rostro traspasado por el rencor.
—¡No quiero saber nada!
—Jaime…
—No. Ya está bien. Estoy harto de tus artimañas. —Gritó con desdén—. ¿Decides que quieres suicidarte? Vale. Tal vez sea lo mejor. De todas formas siempre optaste por la vía rápida. Pero no me pidas que acepte tu perdón porque no pienso darte el mío. Soporta tus culpas en esta y en la otra vida. Pero no me hagas a mí cargar con ellas.
Y dando un portazo se marchó.
Habían pasado unas horas, y sus pasos le llevaron de vuelta a la casa.
Oscurecía. Las flores del jardín palidecían bajo la luz fría del atardecer.
En el quicio de la puerta le esperaba Eduardo, que sin pronunciar palabra, como si hubiera leído en sus ojos lo que sentía, le llevó hasta la habitación del segundo piso.
—¿Cómo…? —susurró.
Su voz, temblorosa, parecía a punto de romperse.
—Una asociación le ha prestado la ayuda necesaria. Será a las ocho y media.
Pasó al interior. Las ventanas sin cortinas dejaban pasar la última luz del día. No se respiraba allí pena o tristeza. A su alrededor, cobijado por las personas que se habían acercado para despedirse, se sentía una paz que apaciguó su ánimo. Darío le miró a los ojos sin reproches, y sonrió. Acercándose a la cama, Jaime le sujetó una mano con fuerza.
—¿Estás preparado? —dijo.
—Ahora sí.
Buen relato Raquel, me ha gustado mucho, sobre todo la parte de la conversación entre el padre y el hijo, ese clima creado me ha hecho profundizar en los dos personajes.
ResponderEliminarBesitos :)
Mi querida Raquel: No tiene desperdicio tu relato. Tienen una gran fuerza tus personajes y el tema es complicado de la misma forma que es complicada la vida. Creo que lo más importante en este mundo es poderse ir con la conciencia tranquila y recibiendo el perdón de los que has lastimado, sobre todo si ha sido sin querer y si no, contando con la grandeza de alma de los que sfrieron por su culpa.
ResponderEliminarMil besos y mil rosas.
Un relato muy duro, Raquel. Una luz en el ocaso es difícil de conseguir, como a veces el perdón en esta vida. Abrazos
ResponderEliminarGracias Ana. Este dialogo me costó un poco, el tema no era fácil.
ResponderEliminarGracias por darme tu opinión.
Besos :)
También lo creo, Malena. El tema del relato era complicado para mí, y enfocarlo de una forma más o menos justificada, me costó; creo en la vida por encima de todo, pero entiendo estas situaciones puntuales en que vivir es un gran esfuerzo y una condena.
Gracias por leerlo y darme una opinión.
Muchos besos.
Gracias, Ligia.
Un abrazo, y muchas gracias por tu opinión.
Feliz puente a todas.
He vuelto a leer tu relato y lo cierto es que aún me ha gustado más que en la anterior ocasión. Está muy bien construido y los personajes dejan traslucir los sentimientos sin estridencias y grandes aspavientos. Lo has recreado en su justa medida. Como bien dices se trata de un tema difícil y los diálogos entre los personajes debían reflejar muchas cosas a la vez.
ResponderEliminarEspero seguir leyendote.
Un abrazo.
Muchas gracias, Durrell. Como dije un poco más arriba me costó un poco construír el diálogo por el tema en si, pero me alegra que te haya gustado, y sobre todo que me hayas dado tu opinión.
ResponderEliminarYo espero seguir escribiendo, aunque no siempre puedo hacerlo cuando me gustaría ni todo el tiempo que quisiera.
Un abrazo.