Hay amores que se esperan al invierno y florecen.
La luz se filtraba entre las hojas de los árboles proyectando sombras en el suelo arenoso del parque. Una luz vibrante, lánguida, se escapaba de entre las nubes bajas y plomizas creando una atmósfera de ensueño. Juan caminaba despacio, admirando distraído la belleza melancólica que lo rodeaba sin reparar en la gente que paseaba a su alrededor.
Se sentó en un banco, ensimismado; protegido por aquella burbuja de pasotismo que lo había salvado más de una vez. Aunque en esa ocasión su imperturbable calma estaba siendo puesta a prueba.
Sus ojos estaban llenos de nostalgia y a pesar de que luchó por no caer en ella, su corazón -que latía violentamente- no se lo permitió.
Evocó un recuerdo que había dormido mucho tiempo en un rincón oscuro de su mente. Miró tan atrás que ni siquiera reconoció su propio rostro reflejado en las aguas de un estanque en aquel escenario desdibujado que era su pasado. El estómago se le encogió de emoción al descubrir que había otro reflejo junto al suyo; una chica le rodeaba los hombros mirándole con una sonrisa. Intentó forzar el recuerdo, bucear hasta aquel día, pero la imagen se enturbió y desapareció ahogada en la oscuridad de su propia desazón.
No la había olvidado. Recordaba vagamente los días de luz que había pasado a su lado y la música de su risa que despertaba su emoción incluso ahora, tantos años después. Aún así se sentía aturdido e inquieto porque su recuerdo se desmoronaba cuando más apremiante era su deseo de reconstruirlo. La añoraba y aquellos fragmentos eran lo único que le quedaba de ella.
Se sintió muy solo y demasiado nostálgico.
Los minutos se eternizaban en el reloj. No podía dejar de pensar en ella, y en la cita. ¿Vendría? Se preguntaba ansioso; y se hacía daño a posta pronosticando la peor de las respuestas.
El cielo se movió pesadamente, aunque todo lo demás lo hizo a una velocidad disonante y acelerada. De pronto las manijas del reloj se volvieron locas. Los segundos volaron, los minutos se lanzaron a correr una maratón, y mucho antes de que pudiera pensar en ello las horas se le echaron encima.
Se sentó en un banco, ensimismado; protegido por aquella burbuja de pasotismo que lo había salvado más de una vez. Aunque en esa ocasión su imperturbable calma estaba siendo puesta a prueba.
Sus ojos estaban llenos de nostalgia y a pesar de que luchó por no caer en ella, su corazón -que latía violentamente- no se lo permitió.
Evocó un recuerdo que había dormido mucho tiempo en un rincón oscuro de su mente. Miró tan atrás que ni siquiera reconoció su propio rostro reflejado en las aguas de un estanque en aquel escenario desdibujado que era su pasado. El estómago se le encogió de emoción al descubrir que había otro reflejo junto al suyo; una chica le rodeaba los hombros mirándole con una sonrisa. Intentó forzar el recuerdo, bucear hasta aquel día, pero la imagen se enturbió y desapareció ahogada en la oscuridad de su propia desazón.
No la había olvidado. Recordaba vagamente los días de luz que había pasado a su lado y la música de su risa que despertaba su emoción incluso ahora, tantos años después. Aún así se sentía aturdido e inquieto porque su recuerdo se desmoronaba cuando más apremiante era su deseo de reconstruirlo. La añoraba y aquellos fragmentos eran lo único que le quedaba de ella.
Se sintió muy solo y demasiado nostálgico.
Los minutos se eternizaban en el reloj. No podía dejar de pensar en ella, y en la cita. ¿Vendría? Se preguntaba ansioso; y se hacía daño a posta pronosticando la peor de las respuestas.
El cielo se movió pesadamente, aunque todo lo demás lo hizo a una velocidad disonante y acelerada. De pronto las manijas del reloj se volvieron locas. Los segundos volaron, los minutos se lanzaron a correr una maratón, y mucho antes de que pudiera pensar en ello las horas se le echaron encima.
Había permanecido quieto todo aquel tiempo, llenándose de aquella naturaleza violenta que se convulsionaba arremetida por el viento y el frío de un revuelto mes de diciembre.
De pronto el cielo se abrió, y la luz escapó y bañó la superficie del estanque que cuarenta años después permanecía en el mismo lugar, casi igual a como lo recordaba. Aquellos destellos iluminaron una silueta que le observaba a contraluz. Juan sintió las nubes moviéndose a toda velocidad sobre su cabeza y la pesada magnitud del mundo cambiando bruscamente de dirección. Poniéndose en pie se acercó a ella sin poder disimular su nerviosismo.
Ya no era la chica sonriente que recordaba sino una mujer madura de belleza serena, que le miraba con distancia, con pretendida indiferencia, aunque sus ojos la delataban. Se saludaron fríamente, y durante unos minutos no dijeron nada. Juan la observaba con prudencia, y aclaró su garganta para hablar de nada, de cosas banales que sentía enterraban las palabras que de verdad hubiera querido pronunciar.
Pasearon, y siguieron hablando; y asomados al estanque descubrieron su reflejo borroso como el del ayer. Ella había cerrado los ojos un instante, y Juan había aprovechado la ocasión para sujetarle la mano. La brillante superficie del estanque tejió una imagen que Juan guardó en su memoria. Y por fin habló.
Le habló de los años malgastados y del arrepentimiento. Le habló de las noches y días pensando en ella y del daño que sentía haberle causado.
Ella miró al frente sin pronunciar palabra.
Hacía años, cuando eran novios, habían paseado por aquel lugar cogidos de la mano. Se habían conocido cuando eran casi unos niños en la puerta de una heladería. Fueron novios ocho años. Ocho años que Juan borró de la noche a la mañana de un plumazo. Cuando supo que se había casado con otra luchó durante meses contra la rabia y dolor. La decepción le marcó la mirada, que nunca se recupero de aquel golpe.
Un día, cuando el dolor se había diluido por completo, él regresó. Juan había estado preguntando por ella y a pesar de que su corazón se encogió de ilusión, se negó a verlo.
A él no le iba bien en su matrimonio, nunca le había ido bien, y por aquel entonces el divorcio estaba cerca de aprobarse. Pero esa vez fue ella la que huyó, la que tiró por la borda la oportunidad de ser feliz junto a la persona que quería. Nunca se lo perdonó. Porque a pesar de todo ella seguía amándole.
Pasaron veinte años de un invierno perpetuo para los dos., hasta que el destino les brindó una nueva oportunidad.
Allí, frente a frente, los miedos y las dudas del pasado se esfumaron.
El sol, que había dormido toda la mañana, despertó con fuerza del letargo, traspasó las nubes disolviéndolas, y acarició sus rostros trasportándolos hasta un día de verano cerca de aquel estanque, como si el tiempo nunca hubiera pasado.
Se me olvidó comentar que este relato lo escribí hace casi cinco años para un concurso de relatos en Internet.
ResponderEliminarLo he reformado un poco, sin cambiar su esencia original.
No es gran cosa, pero las historias de segundas (y terceras) oportunidades me gustan mucho.
La idea me la dio mi abuela pues la historia es verídica. Uno de los hermanos de mi abuela tuvo una novia muchos años. Todos pensaban que se casarían. Pero un día éste apareció casado con otra. Aquello fue un jarro de agua fría para la chica, que nunca lo superó. Después de algunos años, y cuando en España iba a aprobarse el divorcio, el hermano de mi abuela vio la posibilidad de enmendar su error. La mujer con la que se había casado era muy diferente a aquella chica con la que había estado de novio tantos años. Había descubierto que no la quería, que ni siquiera la aguantaba. Aquello había sido una locura de juventud. Se había dejado embaucar sin pensar en las consecuencias.
Pero nunca se atrevió a dar el paso. Aunque se separó de su mujer no se divorció ni volvió con la mujer que amaba.
La que había sido su novia sabía que él lo lamentaba y que pensaba en ella, pero tampoco le perdonó. Para ellos no hubo segunda oportunidad; por orgullo, porque su ocasión ya había pasado, por cobardía; por lo que fuera nunca dieron el paso que los hubiera hecho felices.
Mi abuela me lo contaba con pena porque sabía que los dos seguían enamorados.
¡como pasa el tiempo Yo también recuerdo esta historia, y es triste no rectificar cuando sabes que estas cayendo en un error. Siempre hay que darse una oportunidad a uno mismo para ser feliz, si no te conviertes en tu propio enemigo.
ResponderEliminarBonito relato y bonito titulo.
Ana.
Muy bien escrito, Raquel, tanto que incluso pareces pasar de puntilla sobre la historia que cuentas.
ResponderEliminarRespecto a los errores cometidos, creo que más bien por parte de él que de ella, sólo se me ocurre pensar que cuando las cosas te las tuercen, casi siempre es mejor que así continúen, no vaya a ser que se vuelvan a torcer.
Pues sí, Ana. Hay que darse una oportunidad para ser feliz, aunque eso signifique exponerse más de lo que nos gustaría, y en consecuencia sufrir más de lo que nos gustaría. Gracias.
ResponderEliminarNecesito muchas palabras para deleitarme en cosas sútiles como el paso del tiempo. Y por eso no se me dan bien los relatos cortos. Tienes razón en lo de pasar de puntillas por la historia. Pero gracias por leerlo.
Bueno Zhivago siempre está el miedo a volver a sufrir, pero yo creo que a veces, pocas veces en verdad, las segundas oportunidades salen bien. Y por qué no.
Saludos.
tiene algo del amor en los tiempos del cólera. Esa idea de espera inevitable, de congelación del estado de amar.
ResponderEliminarPero yo comparto ese verso de Sabina: al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver
Hay recuerdos que son difíciles de borrar de esa memoria que tiene el corazón, sobre todo si esos recuerdos han sido intensos.
ResponderEliminarNo sé si yo volvería, creo que sí.
Es un precioso relato, Raquel.
Un beso.
Veo que no me expliqué bien. Lo de pasar de puntillas por la historia, Raquel, lo dije como un elogio pues a veces nos volcamos demasiado en lo que contamos y no en cómo lo contamos.
ResponderEliminarGracias, NoSurrender. Ese verso de Sabina es muy bonito.
ResponderEliminarAunque creo que es mejor equivocarse dos veces a tener la duda de ¿y si hubiera salido bien esta vez? es verdad que casi siempre es un error regresar al lugar donde has sido feliz anteriormente, es un poco como corromper ese recuerdo. Las cosas, ni las buenas ni las malas, las volvemos a vivir de la misma forma; esperariamos sentir aquello que nos hizo feliz y nos decepcionariamos. Aunque puede que no. Y por ese "puede" vale la pena arriesgarse.
Malena, gracias. Un beso.
:)
Zhivago yo también te entendí mal. Te agradezco mucho tus palabras; pocas veces tengo la oportunidad de que alguien lea y comente mis relatos.
ResponderEliminarUn beso.
A una tía lejana mía le sucedió lo mismo. Una historia digna de una novela. Pero el desplante le costó la salud mental. Enloqueció. Era bellísima por lo visto cuando aquello sucedió. Pero la locura en la que le sumió el desamor le cambió el aspecto físico hasta hacerla irreconocible. La familia hizo lo indecible para recuperarla, pero no pudieron ayudarla.
ResponderEliminarUn relato estremecedor, Raquel.
Gemmayla, qué historia más triste. Pobre mujer.
ResponderEliminarJo Raquel, qué relato...
ResponderEliminarNo sé qué decite, la verdad, es conmovedor y mejor que se quede en el silencio con las impresiones fuertes que produce.
Muchos besos
Que bonito, Raquel.
ResponderEliminarGracias a los dos, me alegro que os guste.
ResponderEliminarUn beso, Miguel.
Samuel, bienvenido a mi blog.