Una silla tiene que tener dos características
para resultar útil, ser cómoda y constituir un bonito elemento decorativo. Pero
nuestra silla no poseía ninguno de esos atributos. Había sido construida en
hierro y ensamblada como otras miles en una fábrica a las afueras de París.
Era fea, pequeña, incómoda, plegable y azul.
Tenía una compañera idéntica. Pertenecían a un conjunto de terraza, como las
llamaban, que constaba también de una mesa de metal. Y durante un tiempo fue
ahí donde languidecieron, en una sombría terraza desde la que escuchaban las
campanas de Notre Dame.
Más tarde su dueño la eligió a ella para
usarla. Como nadie lo había hecho se sintió hinchada de felicidad. Él era
pintor y muy mayor, y aunque ella se avergonzaba de su reducida constitución,
de la ligereza de su material, y de su color, su dueño nunca dio muestras de
disgusto cuando salían de excursión.
Le fascinaba el cambio que percibía en él
cuando después de observar el paisaje minuciosamente daba sus primeras y
vibrantes pinceladas al lienzo. Él había estado a punto de perder la vista pero
una operación le había devuelto la luz, y era luz lo que aquel artista, Claude,
captaba con sus pinceles.
Sin embargo, cuando él murió poco después su
suerte también se apagó. Parte de los objetos del pintor fueron sacados de la
casa, algunos se vendieron, otros se tiraron, y otros, como ella, se perdieron.
Fue así, al resbalar de un camión de mudanzas, como terminó en manos de su
segunda dueña, una joven ama de casa que apoyaba en su asiento un cesto lleno
de ropa para tender.
Cuando terminaba su labor, que normalmente le
ocupaba media hora, se sentaba en ella, se secaba el sudor con un delantal y
suspiraba muy hondo mientras miraba más allá de la ciudad, por encima de los
edificios, hacía el atardecer, esperando que en el cielo se encendieran las
primeras estrellas.
Cuando llegó el invierno dejó de verla. Los
meses de frío hicieron mella en su armazón.
Cada vez le costaba más plegarse, estaba despintada y sucia. Dejó de ser útil y terminó en una buhardilla, junto con
otros trastos inservibles.
Pasó mucho tiempo, un tiempo gris, un
invierno completo de bombas, destrucción, miseria, muerte y abandono. Se había
olvidado de la intensidad del sol así que cuando su tercer dueño la rescató de
la oscuridad la sorpresa fue muy grata.
Acabó en otra azotea donde sólo veía
ladrillo, esta vez como palo de portería. Era agradable escuchar a su tercer
dueño jugar, alborotar y reír. Le
tranquilizaba que jamás tuviera en cuenta sus achaques y que la considerara
esencial en su diversión. A su edad aquello era un regalo. Y además desde allí
le llegaba el sonido del mar. Sospechaba que lo era porque cuando el viento
cambiaba lo sentía sobre ella como un sudor salado.
Sabía que no duraría, pero no permitió que
eso le amargara. Disfrutó de aquel tiempo y su recuerdo le dio fuerzas para
aguantar otros inviernos, otros períodos de abandono.
Había llegado al ocaso de su vida. Tenía casi
cuarenta años cuando alguien la recogió de un cubo de basura, la penúltima
parada de su existencia, y se la llevó. Ella la lijó, la engrasó, la pintó de
un bonito amarillo, le cosió un mullido
cojín de estampado frutal y la colocó en su nueva ubicación.
Era una noche de verano y se sentía como
nunca en aquella enorme terraza donde veía las rocas oscuras de una cala y la
espuma de mar coronando un mar verdoso y trasparente.
El cielo despejado, el sonido de las olas,
las luces, la música, las charlas relajadas, las bebidas de colores, las risas.
Por fin el frío había pasado y nunca volvería a sentirlo.
Quién iba a decirle, allá en su año de
nacimiento, que tendría una vida tan larga y que tras tantas penurias, tanto
gris y tanto humo, tendría otra oportunidad para renacer, para vivir la vida
que siempre se mereció vivir; esa, en la que todas y cada una de sus noches
serían siempre noches de verano.