Cuando hace casi once meses
murió Brown no imaginé que tendría que despedirme de otra de mis mascotas tan
pronto.
Le había salido un bultito
sobre un ojo. Al principio pensamos que podía ser un golpe sin más importancia pero
no se le bajaba y lo llevamos al veterinario. Resultó ser un tumor. Estaba
bastante extendido y no nos dieron muchas esperanzas. Sólo dos meses de vida. Fue
un mazazo. No lo esperábamos, ninguno en casa pudo asimilar un diagnóstico tan
inesperado y más cuando estábamos en el proceso de superar otra ausencia reciente.
Pero Homer consiguió vivir cuatro meses, luchador como siempre. Porque Homer,
Homito, había gastado unas cuantas vidas antes.
Cuando era un cachorro lo
encontramos en la calle en unas condiciones pésimas, tenía sarna y estaba desnutrido.
En principio no íbamos a quedárnoslo. Pero el destino se puso en marcha y el
día que tenía que irse, el inquieto y nervioso Homer, se escapó de la furgoneta
que se lo llevaba y un coche lo atropelló. Estuvo a punto de morir, se partió
una patita, el rabo y la vejiga. Hubo que operarlo pero salió adelante con otra
segunda operación, pues la pata volvió a partírsele en dos ocasiones más. Ya no
podía irse. Lo que habíamos compartido nos había unido para siempre.
Durante trece años y medio
vivió feliz, tuvo una segunda, y una tercera oportunidad. Él que estaba
abandonado, que fue atropellado, encontró una familia que instantáneamente lo
adoró. Porque era un perro muy bueno, y quizás por todo lo que le tocó vivir
algo asustadizo y dependiente de nuestro cariño. En especial del cariño de mi
hermana Miriam. Para ella era su niño, y estoy segura de que Homer siempre
creyó que ella era su madre. He visto amores fieles pero lo que tenían ellos
era especial. Un cariño así es difícil de encontrar, y creo que sólo los que
tienen un perro pueden entenderlo. Compartir la vida durante tantos años,
crecer juntos, sentir un amor puro e indestructible, y asimilar la enfermedad y
la perdida. Porque una perdida siempre es una perdida, ya sea de una persona o
de un animal. Duele. Es duro.
Cuando pierdes algo que te
daba un cariño así es como perder un sentido. Te quedas sordo de sus sonidos.
Pierdes su “voz”, pierdes el ruido de sus patas subiendo y bajando la escalera,
su toque en la puerta para que le dejáramos salir o entrar, todo lo que le
rodeaba… Ahora toca aprender a vivir sin esos ruidos pero no es fácil.
Especialmente cuando en menos de un año he perdido a dos de mis mascotas.
Ya sé que es ley de vida. Y sé
que en el fondo estará bien, que tenía que ser así porque ya había llegado su
final. Pero cuesta digerirlo, porque
todo lo que rodea a la muerte es incomprensible y no sólo nos enfrenta al dolor
sino a nosotros mismos, al vértigo que da comprender que el tiempo es fugaz,
como nuestras vidas y las vidas de los que queremos.
Lo echo de menos pero sé que
se fue llevándose mucho amor, y que dejó mucho.
Adiós, amigo.