Suelen ser redondos, a veces luminosos, y un reclamo totalmente irresistible para cualquier dedo que se precie. Están en todas partes; nos abren puertas, nos cambian de color los semáforos, nos llevan a las plantas más altas de cualquier edificio, y hasta son capaces de lanzar misiles al espacio. Los botones son apetecibles y nos rodean. Allá donde miremos nos topamos con ellos y pocas veces nos resistimos a apretarlos una y otra vez. Nuestra obsesión por ellos es tan grande que los hemos convertido en vitales para nosotros. Son imprescindibles en nuestra vida cotidiana. Y si no, piensa detenidamente en lo que has hecho hoy y te darás cuenta de que desde que ponemos un pie en suelo hasta que nos vamos a dormir convivimos con ellos; el botón del microondas; los del móvil; el botón de encendido de un ordenador; el botón del mando del coche; el del televisor y así un largo etcétera.
Los botones nos abren mundos, nos dan libertad, nos ponen en hora, nos calculan lo que nuestra mente no es capaz, nos dan calor y frío, nos dan las puntaciones más altas en nuestros videojuegos favoritos. Son el mejor señuelo para nuestros dedos.
Las cosas brillantes nos pirran, y si además podemos jugar con ellas ¿qué más podemos desear? Las hay de lápiz, de esas que caben en un bolsillo, y las hay enormes, de esas que traen dos pilas grandes y cuadradas, que tienen un alcance de tropecientos metros y compiten con el sol en fluorescencia. Grandes, pequeñas, negras, amarillas, plateadas o con radio incorporada. Las linternas se ven amenazadas por la luz de los móviles, pero a pesar de esta competencia desleal siguen siendo una tentación imposible de sortear. Si caen en nuestras manos es inevitable que dirijamos su luz a cualquier rincón oscuro; inevitable hacerla oscilar de un lado para otro, clicar intermitentemente para hacer señales Morse, y hasta creernos Luke Skywalker con su sable láser, por no hablar de las sombras chinescas.
Una linterna es un juguete muy útil cuando se va la luz; además de evitar que nos tropecemos con los muebles, su luz proyectada sobre una pared se convierte en el mejor y más barato entretenimiento.
No podemos evitarlo. Es ver un tierno y regordete bebé en su cunita, e inmediatamente quedamos poseídos por el espíritu de voz de pito, perdemos el sentido del ridículo, y hasta la capacidad de hablar. Y nos lanzamos a hacer cucamonas agitando los brazos, diciendo “gugú, nené, babá”, nos atrevemos incluso a hacer pedorretas y otras tonterías con la ilusa intención de comunicarnos con ellos. A veces funciona y este peculiar lenguaje tiene sus frutos, una sonrisa o una espontánea carcajada, pero en la mayoría de los casos lo que logramos es un buen berrinche, y que los pobres bebés nos miren como preguntándose ¿de qué manicomio habrá salido éste?
Siempre hay alguien que lo intenta (y lo consigue), y es por eso que algunas veces, muchas, la tarta que ha estado en la nevera esperando su momento de gloria llega a la mesa mancillada, con la marca de un dedaco en uno de sus laterales. Algún glotón ha caído en la gran tentación de probarla antes de tiempo. Pero ¿cómo culparle? Reconoce que tú también lo harías, y que resistirse a ese bocado dulce y celestial es, casi, casi, una misión imposible.
No es de buena educación chupar la copa al terminar el helado, como tampoco rebañar pan en la salsa, comer con las manos, sorber la sopa y todos esos estrictos protocolos que sólo sirven para coartarnos y dejarnos con las ganas de disfrutar de la comida como debe ser. Hay que tener mucha voluntad para no pecar, al fin y al cabo no vivimos en un palacio ni compartimos habitualmente mesa con miembros de la realeza, así que ¡qué más da! Todos lo hemos hecho alguna vez, y reconoce que te ha sentado bien, te ha sabido hasta mejor. Es como abrir un yogurt, o una natilla, y no lamer la tapa; nadie en su sano juicio desperdiciaría esos apetecibles restos que quedan en el envoltorio.
Ver su níveo resplandor entre nuestra cabellera nos acelera el corazón, nos dilata las pupilas, y nos detiene la respiración. Es como si atrajera fulminantemente a la vejez y de un plumazo se llevara la lozanía de la juventud. Una cana es la constatación del paso del tiempo, de que se va una parte de nosotros que nunca volverá. Con su aparición aparece también una arruguita de preocupación. ¿Una cana a mi edad? ¿Me hago mayor tan pronto? Arrancarla es el paso siguiente, instintivo en todo ser humano. Al hacerlo es como si te quitaras un peso de encima. Vuelves a respirar con normalidad, te miras al espejo y parece que has rejuvenecido y todo. Como si ese pequeño pelo blanco nunca hubiera existido.
Desde lejos lo ves pasar de verde a ámbar e inmediatamente te sube por la espalda un escalofrío; una sensación de urgencia. Y pisas el acelerador. No piensas que pueda ser una temeridad saltártelo, sabes que tienes pocos segundos antes de que el disco rojo aparezca, pero continúas con el pie hundido en el pedal. Es un reto, una emoción nueva al margen de tu rutina diaria. Puede que estés sobrepasando el límite de velocidad, pero qué más da. Puede que haya un radar escondido, pero que más da. Puede que una de esas cámaras de tráfico te esté acechando, pero qué más da. Un disco amarillo no es uno rojo, así que sigues. Y sabes que no te va a dar tiempo a llegar. Sabes que lo sabías desde unos cien metros atrás, y aún así te lo saltas. Lo has hecho, y te sientes bien, has ganado unos pocos segundos pero en realidad te parece que has ganado una batalla.
Bloc en mano vas recorriendo los pasillos del supermercado tratando de aprovechar las ofertas cuando, al girar en una esquina, la ves. Sonrisa estática, pelo planchado, uniforme almidonado, y entre sus manos una bandeja repleta de productos para degustar, y totalmente gratuitos. Te quedas pesando si acercarte sin más o deambular primero por allí, así, como si no te hubieras dado cuenta. Mientras tú te lo piensas ves aparecer un grupo de clientes que compiten entre ellos para ver quien llega antes a la tentadora bandeja, como si sus carros fueran las cuadrigas de Ben Hur. En un segundo la pobre azafata se queda sin productos que ofertar, y tú sin nada que probar.
Siempre pasa. No hay nada más irresistible que una bandeja, un puesto o un stand con comida o bebida gratuita. ¡Qué nos lo digan a los españoles! Que nos lanzamos de cabeza cuando escuchamos la palabra gratis.
Un plus añadido cuando compramos algo y abrimos la caja en casa es encontrar papel de burbujas envolviendo el artículo. Es difícil aguantarse las ganas de apretar esas pequeñas bolsitas de aire que explotan haciendo ¡pop! Una vez que empiezas, aunque lo desees, no puedes parar, es más adictivo que comer pipas.
No tenemos necesidad de hacerlo, confiamos ciegamente en nuestra pareja, pero si por un casual deja su móvil abandonado y a nuestro alcance el impulso de mirarlo se volverá insoportable, parece que con su luz parpadeante nos llama para que nos acerquemos y lo hagamos. Nos negamos, nos resistimos, pensamos en el derecho a la intimidad, en que no estaría bien hacerlo… y en que tampoco estaría mal. Si no tienen ningún secreto para nosotros ¿por qué les va a importar que cotilleemos sus contactos, que leamos sus mensajes o que espiemos sus conversaciones de guasap?
Venga, admite que alguna vez lo has hecho, y que aunque hayas querido sentirte culpable no has podido. Mirar el móvil de tu pareja tampoco es tan malo, ¿no?
Se le llama intención paradójica. Si alguien te dice ¡no mires!, mirarás. Es lo mismo que si alguien te pide que durante diez segundos, con los ojos completamente cerrados, no pienses en elefantes rosas. Tu mente actuará de manera contraria y hará precisamente lo que le han ordenado que no haga, es decir, mirar o imaginar un elefante rosa. Por eso es totalmente imposible resistirse a esa orden. Si quieres que alguien no mire algo, señala para el lado contrario.
Puede decirse que es un acto reflejo, como cerrar los ojos cuando el agua nos salpica, o estirar una mano si vemos caer algo. Nuestro instinto de supervivencia se pone a funcionar y le da igual a quien se lleve por delante. Si tropezamos con el bordillo de la acera nuestras manos caerán, literalmente, sobre nuestro sufrido acompañante, que también se verá empujado con desmedida fuerza al suelo.
Dice la tradición que quien lo encuentre gozará de buena suerte todo el año. Ante tan buenos augurios de prosperidad es difícil resistirse y no mirar bajo el bizcocho. Casi tan imposible como no asegurarse, al ir a cortar el roscón, de que el trozo premiado nos cae a nosotros, así como sin querer. Y es que hay cosas que no podemos dejar en manos del azar.
Hay veces que parece que el dado juega en tu contra. Todos avanzan y llegan a las casillas finales con facilidad, y tú atascado; no te sale un seis ni dibujándolo con plantilla. Unas cinco casillas más arriba de donde te encuentras está la ficha roja, la última ficha roja que le queda a tu petulante contrincante, tan orgulloso de tener cuatro fichas ya en casita. Y te ha salido un cuatro. La tentación es tan irresistible que no te lo piensas. Cuentas cinco, te la comes y la mandas de vuelta al limbo. Tranquilo, nadie se ha dado cuenta.
Podría decirse que es otro ejemplo de intención paradójica, pero no. No es que nuestra mente haya actuado de forma contraria a lo que se le ha ordenado, en realidad nuestra mente nunca ha visto ese cartel, al igual que otros muchos carteles repartidos por ahí que son invisibles para nosotros. No aparcar, no entrar, no tocar… En realidad los vemos, están ahí, incluso los leemos, pero incumplir las normas nos gusta. La emoción que nos reporta es un chute de endorfinas sólo comparable a la satisfacción que nos da comer chocolate.
Si hay veces que no estamos seguros de habernos explicado incluso hablando nuestra lengua materna, imagínate cómo se complica la cosa cuando nos vemos obligados a hablar una lengua que no dominamos del todo bien. Queremos hacernos entender, ponemos mucha voluntad, y unos cuantos decibelios de más.
Cuanto menos sepas un idioma más gritarás para hacerte comprender, testado científicamente.
Algo le pasa al mando de la televisión; está mustio, apagado, reacciona con lentitud, incluso hay veces que no responde a nuestras órdenes. Tiene los ánimos bajos. Tal vez tenga la gripe, o una de esas depres estacionales, o sencillamente necesite cambiar sus pilas gastadas por otro par de órganos nuevos. Nos resistimos a hacer la operación, y el trasplante se va quedando en la lista de pendientes. En realidad lo olvidamos completamente, y sólo lo recordamos cuando queremos cambiar de canal y vemos que no va. Lo azuzamos, lo apretujamos, casi le damos un masaje cardiaco, y hundimos el índice con fuerza en sus teclas. Al fin reacciona. Se nos ha quedado el dedo sin sangre pero no importa. Nuestro moribundo mando vivirá un día más.
Alguien ha pasado unos minutos eligiendo el papel más vistoso de la tienda, escogiendo un lazo a juego e imaginando nuestra cara cuando veamos el papel plegado con habilidad formando una doblez impoluta en las esquinas, ¿y nos importa? En realidad no. Un regalo es un objeto muy bonito, pero su gracia, digan los que digan los de Ikea, no está en el exterior sino en su interior. Y para llegar al interior es inevitable rasgar el exterior. La emoción de abrirlo, de descubrir lo que hay dentro ¿cómo se puede contener eso? Absolutamente imposible.
Estamos dándonos una ducha y el olor reconfortante del gel nos hace salir del embotamiento que nos ha producido el agua caliente. Es un perfume tan embriagador que nos sentimos borrachos. Llena nuestras fosas nasales con una tonelada de flores silvestres, con la fragancia de una selva de helechos, y el frescor de la menta y el limón. Miramos la etiqueta para comprobar sus componentes y empezamos a leer, y la voz que nos sale, proyectada en las paredes azulejadas, resuena con una música especial; como si fuéramos los locutores de un anuncio.
Seguro que te ha pasado; y es que es imposible leer la etiqueta de un bote de gel, champú o similar sin que ocurra.
Es espontáneo y suele seguirle un sentimiento de culpa de intensidad variable; a más daño más remordimiento. No está bien reírse de alguien cuando se cae pero… es una situación muy propicia a la risa, para qué negarlo. No sé sabe por qué pero una caída graciosa, las de hacerse puré están descartadas, pone en marcha un mecanismo automático que hace imposible contener, incluso, la más leve carcajada.
Desde luego, hay algunas que no podemos evitar. Lo de apretar los botones del mando con las pilas gastadas es muy común, no sé si esperamos a que hagan contacto, ja, ja. Abrazos
ResponderEliminarCreemos que de tanto apretar el mando el jugo de las pilas va a subir lo suficiente para obrar el milagro, y casi casi que lo ordeñamos, por exprimir el mando que no quede XD
ResponderEliminarUn abrazo Ligia, gracias por visitarme y comentar.
Cuando me leíste esta entrada tan currada, tan original y divertida no pude parar de reírme... ¡cuanta compulsión!, ¿verdad? No podemos evitarlo.
ResponderEliminarme he identificado con casi todas...
Besos
:D
:) Es que te conozco tanto que es como si fueras mi hermana, y no una hermana corriente, gemela además, con esa conexión especial y todo.
ResponderEliminarYa sabía yo que lo de meter el dedo en una tarta y saltarte un semáforo, y abalanzarte sobre las bandejas de oferta era algo a lo que no te podías resistir, qué poquita fuerza de voluntad... ejem.
Besos :)
¡Raquel! ¡Qué post tan divertido, tan certero y tan encantador! No he parado de reírme mientras lo leía.
ResponderEliminarMe sentía identificadísima en casi todo lo que leía. XD
Eres la monda, amiga.
Muchos abrazos, amiga.