Cuando era niña tenía unas pesadillas muy raras. Eran tan intensas que cuando me levantaba me parecía que el mundo se había enrollado, girado, doblado, igual que sucedía en mí sueño.
A veces soñaba que recorriendo la costa, a un paso de distancia, había una isla enorme y sólo tenía que dar un salto para llegar hasta allí. Cuando intentaba volver a mi islita cansada de jugar me daba cuenta de que se había alejado y yo me quedaba allí, en aquella otra isla que de repente ya no era verde y bonita, sino gris, con edificios torcidos, grasientos y manchados por la humedad y el tiempo.
El mundo en aquella isla extraña era diferente y yo tenía la sensación de que la felicidad jamás había llegado allí, al contrario que pasaba en mi isla que se alejaba a la deriva. Entonces veía aquel lugar como en realidad era y me daba cuenta de que era un muelle gigantesco, de esos donde van a morir los barcos. Y veía los barcos, miles, oxidados y extrañamente quietos, porque ya no soplaba ningún viento para aquellos buques encallados, a los que sólo les quedaba corroerse bajo una capa de salitre.
Era una sensación desoladora estar en aquel escenario en blanco y negro, y sentir que lo que amaba y quería se perdía arrastrado por la corriente. Y cuando me adentraba en aquel lugar desolador buscando una salida veía que estaba sola, y que mirara donde mirara sólo había moles naufragadas y carcomidas a punto de desmoronarse. Y caminaba entre ellas sintiendo el peso de su sombra en mi espalda, y aunque no soplaba el viento oía el sonido que hacía sus armazones, chirriante como un quejido largo y penetrante, como si me estuvieran diciendo que me largara de allí, porque no les gustaba que mirara a través de sus esqueletos.
Echaba a correr y veía que tras los barcos había unas destartaladas casas abandonadas; con las ventanas rotas y las paredes negras. Corría, y entre el laberinto que formaban aquellas calles cuadriculadas oía de pronto una risa. Una risa breve, infantil, y cuando me paraba a oír mejor, quieta, con el cuerpo tenso, descubría aterrada que algo había engullido el sonido. Probaba a gritar pero no me oía a mi misma porque ya no se oía nada.
Y seguía mi camino y entonces surgía una niebla que se me echaba encima y era húmeda. Entonces tampoco podía ver. Pero yo no me detenía. Seguía andando, sintiendo en la punta de mis pies el suelo, hasta que dejaba de sentirlo y una sensación de vértigo tiraba de mí hacía el abismo. Volvían entonces todos mis sentidos. Podía oír, y oía risas de niños. Mis ojos se libraban de la cortina de niebla y veía que me balanceaba sobre el precipicio encima de una gran estructura de vigas y planchas de hierro, que en otro tiempo debió ser un barco enorme, quizás un transatlántico. Miraba a mí alrededor buscando a aquellos niños traviesos y veía sus figuras, pero nunca sus caras, sólo la consistencia de sus menudos cuerpos que, como yo, estaban sobre aquella desigual estructura de hierro, cada uno a una altura, mirándome y esperando que diera un paso; otro paso hacía el vacio, hacía la nada.
Y entonces despertaba y sentada sobre la cama tenía que luchar contra la sensación agónica que me había perseguido desde mi pesadilla, temiendo volver a dormirme por si al hacerlo volvía al momento donde me había quedado en el sueño.
Muchas noches soñé con aquel lugar. Luchaba conmigo misma para no saltar a esa isla, pero una y otra vez lo hacía siempre. Volvía al muelle, al cementerio de barcos, a las calles desiertas y cuadriculadas llenas de casas abandonadas. Oía las risas, veía corriendo entre las calles las figuras de aquellos niños que jugaban, y acababa siempre sobre aquel andamio de vigas, con un pie sobre el abismo.
Ellos me decían que lo hiciera, que me uniera a ellos, porque hacía mucho que esperaban un nuevo miembro; hacía mucho que deseaban ser un número par. Reían y me suplicaban, y trataban de convencerme diciendo que si lo hacía la isla volvería a ser verde y bonita como yo la había visto al principio.
Algunas veces me veía a mi misma tan alongada sobre la nada que era como si todo se diera la vuelta y cambiara de lugar. Pero nunca salté. Con el tiempo dejé de soñar con aquello como si mi mente hubiera olvidado el camino que llevaba hasta allí. Sólo a veces sueño que, caminando por la costa desierta, veo allí cerca un bote solitario, gris, bamboleándose sobre las olas como si me invitara a subirme. Algunas veces estoy tentada de hacerlo. Sé que si lo hago llegaré a aquella isla de silencio, niebla y barcos varados. E igual que cuando era niña siento que cada vez que sueño con ese bote mi resistencia es más débil. Algún día, estoy segura, volveré allí.
Me gustó el relato. A veces soñamos con lugares que realmente conocemos aunque nunca hayamos estado allí, y estamos seguros de reconocerlos si alguna vez los llegamos a encontrar. Abrazos
ResponderEliminarMuy buen relato, atmosfera e interes, me trajo recuerdos que las tieras gallegas...ya estoy de vuelta de mi semanita de vacaciones, ahsta septiembre nada mas pero lo bueno es bueno y ya esta, apso volando.
ResponderEliminarUn abarzo.
Qué buen relato, Raquel. No sabía que a ti también te gustaba escribir, como a Ana.
ResponderEliminarMe has trasladado al muelle. La verdad es que he sentido hasta un poco de miedo, pero muy poco.
Ese que se sentía de niña, justo, en las pesadillas de verano.
Me ha encantado. Gracias por compartir.
Besos.
¿Un lugar que sólo existe en los sueños? Pero no parece un lugar al que uno quisiera volver, ¿verdad? Hay barcos abandonados, sumidos, vencidos por la herrumbre, y calles y laberintos grises... que conducen a precipicios, y ecos de risas, risas huecas de niños extraños. Pero als pesadillas son así y la verdad es que tu relato ha encontrado ese punto irreal. Felicidades Raque.
ResponderEliminarUn beso
:)