Desde un acantilado, el viejo cementerio de San Fernando miraba el océano atlántico y la cercana costa africana. El centenario camposanto era uno de los lugares más visitados del pueblo de pescadores y la principal atracción del lugar. San Fernando apenas tenía unos cincuenta habitantes, en su mayoría ancianos que habían nacido y vivido allí, y a los que el aislamiento del lugar no les suponía ningún problema. El camino que lo unía a la civilización era una serpenteante trampa, tapizado por las piedras que diariamente se desprendían de las alturas. Antiguamente llegaba al pueblo en velero un abastecedor que proveía a los habitantes de todo aquello que no podían conseguirse ellos mismos. La mayoría de los vecinos tenía huerto y animales de granja, y lo que conseguían sacar del mar los días que hacía bueno. Con el paso del tiempo el camino se asfaltó y para salvar los tramos más peligrosos se excavó un túnel, lo que propició la llegada de turistas y curiosos.
El pueblo era un pequeño núcleo de viviendas bajas, de piedra y teja, con sus marcos y puertas de madera carcomida, una pequeña cala con su embarcadero y nada más. Pero el cementerio era algo especial. Desde una altura considerable respecto a las viviendas, sus cruces de madera y piedra se asomaban al mar de forma pintoresca. Extrañaba y mucho su ubicación, aunque aquello, naturalmente, tenía una explicación. Hubo un cementerio mas cerca del pueblo pero un temporal lo destrozó unos siglos atrás, así que se decidió que lo mejor era instalarlo en el lugar mas elevado del municipio, un lugar privilegiado.
El cementerio de San Fernando no albergaba muchos tesoros, sólo alguna escultura de piedra y muchos nichos viejos cuyas inscripciones se habían borrado por completo, pero inexplicablemente su leyenda creció entre los turistas. Un hecho que se debía únicamente a la labor de su cuidador, Bartolomé.
Bartolomé tenía casi ochenta años y desde los diecisiete se ocupa de adecentar las tumbas de los que se habían ido a mejor vida. Para subir hasta allí arriba Bartolomé empleaba hora y media de caminata, pero no le importaba. Toda la vida llevaba subiendo hasta el cementerio y no pensaba dejarlo por mucho que sus rodillas se lo pusieran difícil. Era un hombre fuerte, de los de antes, que no se quejaba de vicio y que sentía una profunda reverencia por la muerte y por todo lo que la rodeaba. Así que su visita diaria era ya una tradición, y si por algún motivo faltaba un día su conciencia no se lo perdonaba. Su presencia era una garantía para los que se acercaban al cementerio a escuchar las historias de Bartolomé. Se sabía todos los nombres de los que habían sido enterrados allí y la fecha exacta, incluso de los que habían sido enterrados siglos atrás. Y siempre tenía una historia curiosa, aderezada con gracia, a la que podía dedicar toda la tarde, porque si algo sobraba en San Fernando era tiempo. Era curioso escucharle, con la calma enganchada en cada palabra, pronunciando con respeto y temor la causa de la muerte, como si aquello pudiera molestar a alguien. Pero a pesar de estar rodeado de muerte era un hombre alegre, y feliz; y lo era porque lo que más le gustaba en el mundo era sentarse allí, en su banco de piedra desde el que se contemplaba una vista única, rodeado de los amigos que se habían ido.
Bartolomé tenía historias para todos los gustos. Historias de amor y de náufragos, y otras más oscuras, y hasta de piratas, y todas relacionados con los moradores del cementerio. Se decía que allí, enterado en una tumba sin nombre, descansaban los restos de un famoso pirata que había tenido la mala fortuna de toparse con una tempestad cuando bordeaba las islas rumbo al caribe. La furiosa tormenta había hundido su barco ahogando a todos sus tripulantes. Sus cuerpos habían sido arrojados por la marea sobre la abrupta costa de San Fernando; éstos habían sido enterrados en el antiguo cementerio, hasta que el famoso temporal arrancó de la tierra los ataúdes y se los llevó para no dejar rastro. Todos menos el del capitán, que, como le gustaba decir a Bartolomé, no había querido abandonar aquel lugar. Porque aquel lugar era el mejor para pasar la eternidad.
Bartolomé reía con algunas historias y contagiaba su alegría, pero también lloraba con otras y sus ojos pequeños y azules se teñían de melancolía, y entonces aquel lugar aislado y silencioso parecía llorar también. Había una tumba especial para él, la única tumba del cementerio de la que no quería hablar. Pero con frecuencia su mirada se desviaba hacía allí y había en sus ojos una ternura especial.
Antes de caer la noche Bartolomé emprendía el descenso siempre a pie, porque estaba acostumbrado y no le gustaban aquellos coches que corrían tanto. Se lo tomaba con calma. “Las prisas no son buenas” solía decir, y a pesar de eso conseguía rebajar media hora con respecto a la subida. Cuando llegaba a su casa las vecinas ya le habían preparado la cena, en señal de agradecimiento por todo lo que hacía. Bartolomé vivía solo desde la muerte de su mujer, pero nunca estaba solo. Algún turista despistado al que le pillaba la noche en aquellos aislados parajes pasaba la noche con él, a petición suya, y de esta forma tenía oportunidad de hablar del mundo.
Así fue como lo conocí, y así fue como sin planearlo el día que había previsto pasar en ese apartado rincón del mundo se convirtió en una semana.
Bartolomé me mostró su mundo, me contó sus historias, me ofreció su casa, me enseñó a valorar el tiempo en su justa medida. Cuando miro las fotografías de mi viaje, de aquel pueblo sin más atractivos que una pequeña cala, pienso en Bartolomé, en su entrega abnegada, y me lo imagino allí, sentado en su banco mirando el mar, rodeado de amigos que se han ido, y sonrío. Sé que es feliz.
El cementerio de San Fernando no albergaba muchos tesoros, sólo alguna escultura de piedra y muchos nichos viejos cuyas inscripciones se habían borrado por completo, pero inexplicablemente su leyenda creció entre los turistas. Un hecho que se debía únicamente a la labor de su cuidador, Bartolomé.
Bartolomé tenía casi ochenta años y desde los diecisiete se ocupa de adecentar las tumbas de los que se habían ido a mejor vida. Para subir hasta allí arriba Bartolomé empleaba hora y media de caminata, pero no le importaba. Toda la vida llevaba subiendo hasta el cementerio y no pensaba dejarlo por mucho que sus rodillas se lo pusieran difícil. Era un hombre fuerte, de los de antes, que no se quejaba de vicio y que sentía una profunda reverencia por la muerte y por todo lo que la rodeaba. Así que su visita diaria era ya una tradición, y si por algún motivo faltaba un día su conciencia no se lo perdonaba. Su presencia era una garantía para los que se acercaban al cementerio a escuchar las historias de Bartolomé. Se sabía todos los nombres de los que habían sido enterrados allí y la fecha exacta, incluso de los que habían sido enterrados siglos atrás. Y siempre tenía una historia curiosa, aderezada con gracia, a la que podía dedicar toda la tarde, porque si algo sobraba en San Fernando era tiempo. Era curioso escucharle, con la calma enganchada en cada palabra, pronunciando con respeto y temor la causa de la muerte, como si aquello pudiera molestar a alguien. Pero a pesar de estar rodeado de muerte era un hombre alegre, y feliz; y lo era porque lo que más le gustaba en el mundo era sentarse allí, en su banco de piedra desde el que se contemplaba una vista única, rodeado de los amigos que se habían ido.
Bartolomé tenía historias para todos los gustos. Historias de amor y de náufragos, y otras más oscuras, y hasta de piratas, y todas relacionados con los moradores del cementerio. Se decía que allí, enterado en una tumba sin nombre, descansaban los restos de un famoso pirata que había tenido la mala fortuna de toparse con una tempestad cuando bordeaba las islas rumbo al caribe. La furiosa tormenta había hundido su barco ahogando a todos sus tripulantes. Sus cuerpos habían sido arrojados por la marea sobre la abrupta costa de San Fernando; éstos habían sido enterrados en el antiguo cementerio, hasta que el famoso temporal arrancó de la tierra los ataúdes y se los llevó para no dejar rastro. Todos menos el del capitán, que, como le gustaba decir a Bartolomé, no había querido abandonar aquel lugar. Porque aquel lugar era el mejor para pasar la eternidad.
Bartolomé reía con algunas historias y contagiaba su alegría, pero también lloraba con otras y sus ojos pequeños y azules se teñían de melancolía, y entonces aquel lugar aislado y silencioso parecía llorar también. Había una tumba especial para él, la única tumba del cementerio de la que no quería hablar. Pero con frecuencia su mirada se desviaba hacía allí y había en sus ojos una ternura especial.
Antes de caer la noche Bartolomé emprendía el descenso siempre a pie, porque estaba acostumbrado y no le gustaban aquellos coches que corrían tanto. Se lo tomaba con calma. “Las prisas no son buenas” solía decir, y a pesar de eso conseguía rebajar media hora con respecto a la subida. Cuando llegaba a su casa las vecinas ya le habían preparado la cena, en señal de agradecimiento por todo lo que hacía. Bartolomé vivía solo desde la muerte de su mujer, pero nunca estaba solo. Algún turista despistado al que le pillaba la noche en aquellos aislados parajes pasaba la noche con él, a petición suya, y de esta forma tenía oportunidad de hablar del mundo.
Así fue como lo conocí, y así fue como sin planearlo el día que había previsto pasar en ese apartado rincón del mundo se convirtió en una semana.
Bartolomé me mostró su mundo, me contó sus historias, me ofreció su casa, me enseñó a valorar el tiempo en su justa medida. Cuando miro las fotografías de mi viaje, de aquel pueblo sin más atractivos que una pequeña cala, pienso en Bartolomé, en su entrega abnegada, y me lo imagino allí, sentado en su banco mirando el mar, rodeado de amigos que se han ido, y sonrío. Sé que es feliz.
Con esta cabeza mía se me pasó por alto habilitar la opción de comentarios.
ResponderEliminarAprovecho para decir que el relato lo escribí hace unas semanas, para un concurso literario. El tema sobre el que había que escribir era "a los que se han ido".
Saludos.
¿Hubo suerte en el concurso? O quizás no han dado el fallo todavía. En cualquier caso, a mí me ha gustado mucho. El personaje de Bartolomé es entrañable. Suena un poco macabro, pero yo diría que vive de la muerte... A mí los cementerios no me dan miedo...pero tampoco me atraen, salvo el de mi pueblo, voy a menudo cuando estoy allí.
ResponderEliminarFelicidades por el relato. A ver si hay suerte! Un beso y disfruta del finde!
Me ha encantado, creando un personaje tremendamente cercano y entrañable, delicioso, apetecible de concoer de cerca, esperando mil aventuras mas...y ya sabes que yo adoro los cementerios viejos, un abrazo.
ResponderEliminarMe gustó como presentas al personaje y cómo relatas su historia. Cuanta sabiduría desborda Bartolomé, como tanta gente de esas mismas edades.
ResponderEliminarLos cementerios no me gustan mucho, al igual que los hospitales, para mí, cuanto más lejos mejor, no sé como puede haber gente que le guste trabajar en un cementerio, los veo tan...tétricos y solemnes que no podría pasar más tiempo ahí del necesario.
Espero que el fallo del jurado sea un acierto con este relato. Saludos!!
La historia me ha gustado y espero que la suerte te haya sonreido en el concurso.
ResponderEliminarUn saludo
No hubo mucha suerte, pero el nivel era muy alto.
ResponderEliminarAlgunos cementerios son interesantes, pero a mi tampoco me atraen demasiado, aún así me gusta entrar en los cementerios viejos y ver las esculturas y algunas isncripciones.
Me alegra que te guste este personaje, que creo que sí, que vive de la muerte.
Gracias y disfruta de lo que queda de fin de semana.
Besos.
Gracias prometeo; de este personaje había escrito un poco más pero justo el viernes se me estropeó el ordenador, y no sé si podré recuperar lo que había escrito. Siempre que hace calor el ordenador se queda colgado.
Los cementerios viejos tiene algo, a mi también me gusta pasear por ellos.
Un abrazo.
Gracias Angel. La verdad es que no son lugares precisamente para pasar el día; opino lo mismo que tu, los hospitales me dan alergia.
Es un concurso pequeñito, de aficionados, pero hay muy buen nivel. En esta ocasión no hubo mucha suerte.
Un abrazo.
Gracias Bardinda, por los ánimos.
Un saludo.
Una historia muy bien narrada, Raque, siempre me han gustado oír las historias que cuentan los ancianos, con esa nostalgia del ayer y todo eso que has sabido reflejar muy bien.
ResponderEliminarUn beso
:)
Mi querida Raquel: Es un precioso escrito con un entrañable personaje que te entra directamente al corazón. Tienen que haber lugares y personas así en tu tierra, Raquel. Estoy segura.
ResponderEliminarMil besos y mil rosas.