Federico, “Calero”, estaba harto de andar por la vida a dos velas, y de que su hermano menor Julio, el “Sepa”, alardeara delante de él y de medio pueblo de su desahogada economía. El “Sepa” había levantado un negocio de jamones y embutidos prácticamente de la nada, gracias al dinero bien invertido que había heredado de su padre, un humilde agricultor. Julio había tenido visión de futuro, en cambio Federico había despilfarrado su herencia en pocos meses sin pensar más que en el día a día. La consecuencia de su falta de previsión fue el embargo de su única posesión, una pequeña casa de dos plantas que había construido en diez años de apretarse el cinturón. Y claro está, Federico, Calero, se había visto obligado a acudir a la única persona que podía ayudarle, su hermano Julio. Pero para su sorpresa, y mayor indignación, Julio se deshizo de él con excusas, sin ofrecerle una solución a su problema. “Las cosas están flojas”, le había dicho. “Apenas puedo hacer frente a los gastos, que cada día son más numerosos. Si pudiera te ayudaría, ya lo sabes, pero estos son malos tiempos para todos”.
Aquello le había sentado como un jarro de agua fría. Por supuesto no había creído una palabra y la antipatía que sentía hacía él se había transformado en rencor. No le perdonaba su “arrogancia”, y que el destino, tan caprichoso, le favoreciera siempre. Porque siempre había sido así, Julio el “Sepa” y su buena estrella. En cambio él se sentía un estrellado, condenado a vivir privándose de todo, esperando a tiempos mejores que nunca venían. Estaba harto y furioso, pero no iba a sentarse a esperar que las cosas se arreglasen solas. No, nada de eso. Federico, Calero, iba a ponerse en marcha y a reclamar lo que, de una forma o de otra, también era suyo. Y lo iba a hacer de la única forma que sabía, a la fuerza. Por eso había decidido robar a su hermano.
Sabía cómo y de qué forma entrar en la nave industrial donde Julio tenía el secadero de jamones y la oficina. Sabía donde estaba la caja fuerte en la que guardaba el dinero contante y sonante. Porque, al igual que su padre en vida, su hermano era un hombre muy ahorrador que desconfiaba profundamente de los bancos. Sabía, además, el día en que la nave quedaba desierta, la hora para llevar a término su plan, y cómo realizar el agujero que le abriría paso. No era un mal plan, porque la técnica del butrón estaba de moda entre los delincuentes habituales de la zona. Había planeado minuciosamente hasta el más mínimo detalle, pero una decisión de última hora iba a poner en serio peligro el éxito de la misión: el fichaje de Torrubiano y Serna, dos auténticos inútiles de vocación.
Torrubiano y Serna eran famosos por su inclinación natural a todo lo que oliera a ilegalidad. Calero sabía el riesgo que suponía meter en sus planes a dos desconocidos pero no tenía opción. Torrubiano y Serna eran lo mejor de lo peor en lo que a delinquir se trataba. Así que aquella madrugada, a eso de las tres y media, se citó con los dos en una carretera comarcal para dirigirse a las naves industriales que estaban a las afueras de la ciudad. Tuvo que esperar cuarenta largos minutos hasta verlos aparecer, a bordo de un lujoso Jeep Grand Cherokee que habían robado para la ocasión. Aquello no estaba en los planes y por primera vez Calero sintió un apretón en las tripas. Sin tiempo para pedir explicaciones subió al coche y siguieron camino. Por delante tenían varios kilómetros de carretera.
El segundo apretón, leve en esta ocasión, llegó cinco minutos después. Porque cinco minutos fue lo que tardó en constatar la nulidad de aquellos dos para seguir las instrucciones del GPS. Torrubiano, pequeño y de genio vivo, discutía con el aparato como si creyera que iba a contestarle, y Serna, algo más conciliador que su compañero, trataba de guiarle avisándole, una vez la habían pasado de largo, que debía abandonar la carretera por la próxima salida. Diez minutos más tarde fue el mismo Torrubiano quien terminó arrancando el aparato del salpicadero. Calero empezaba a sentirse nervioso de verdad pero un nudo en la garganta le impedía hablar. Siguieron hasta que el coche decidió plantarse. En aquel instante el nudo de la garganta había pasado a ser una soga que se cernía cada vez más opresora en su cuello. Las tripas le avisaban, insistentemente de que algo iba muy mal; y visto lo visto aún podían empeorar. No se equivocaba. El coche se había quedado sin combustible, ya era mala suerte, y al tonto de Serna le tocó andar hasta la gasolinera más cercana. Debía encontrarse bastante lejos porque media hora después aún no había vuelto, y tanto Torrubiano como Calero se mordían los nudillos de impaciencia. Por fin, veinte minutos más tarde, el tonto de Serna apareció con una garrafa. Entre tanto se había hecho muy tarde, cosa que preocupaba a “Calero” más de lo que quería admitir.
Haciendo honor a Murphy, lo que podía salir mal, salió mal. El jeep de gasolina había sido rellenado con gasoil y tras varios kilómetros perdió toda la potencia hasta pararse completamente. Nada se pudo hacer para desespero de Federico Calero. Les tocó andar una hora larga, cuesta arriba, para llegar a la remota nave industrial. Fue justo en ese momento cuando se dieron cuenta de que habían olvidado en el jeep las herramientas que necesitaban para hacer el butrón.
Calero sentía las tripas retorciéndose ruidosamente en su estómago. A pesar de todos los problemas que la incompetencia de aquellos dos inútiles le había causado ninguno de los se disculpó. Estaban acostumbrados a las dificultades y preferían actuar a perder el tiempo lamentándose. Así que Torrubiano y Serna decidieron improvisar. Habían robado un jeep, por lo que no sintieron mucho reparo en robar un segundo vehículo. En esta ocasión fue una furgoneta de reparto de una empresa de bollería. Era tarde cuando aquellos dos negados volvieron con las herramientas, sin embargo Calero decidió continuar. Había pasado por mucho y no estaba dispuesto a repetir la experiencia una segunda noche.
Los tres se dirigieron a la nave vecina a la del “Sepa”, un almacén de papelería y artículos de oficina, que no tenía vigilancia, ni alarmas, ni cámaras, y con una cerradura a prueba de tontos. No tuvieron muchos problemas para entrar, y dirigiéndose a la pared que colindaba con la del secadero de jamones, se pusieron a trabajar con un entusiasmo que sorprendió a Calero. Una broca helicoidal abrió un agujero, un agujero que poco a poco fue haciéndose más grande. Una maza, un escoplo, veinte minutos a ritmo frenético y por fin un agujero suficientemente grande para meter la barriga cervecera de Torrubiano. Uno tras otro fueron saltando hacia el otro lado con una exaltación que hizo olvidar a Calero todas la penurias pasadas. Pero algo, algo indefinido que no supo apreciar ni valorar en ese instante, le hizo contener la respiración. Sintió una presión en la boca del estomago, un peso. Cuando enfocó con la linterna el interior descubrió cientos de cajas apiladas en estanterías hasta el techo, pero no vio ni un jamón. Tardó unos minutos en comprender aquello. Se habían confundido de pared, y en lugar de hacer el agujero en el tabique contiguo al del secadero lo habían hecho en el del otro extremo.
Por primera vez en toda la noche Calero gritó y blasfemó todo lo que había callado. Estaba fuera de si, y a pesar de los intentos de Torrubiano y Serna de hacerle entrar en razón, su enfado se acrecentó. Los dos inútiles, en cambio, no perdieron la compostura en ningún momento, ni siquiera cuando en un arrebato de furia Calero la emprendió a patadas con las cajas que le rodeaban. Lo peor de todo, sin embargo, estaba por pasar. Totalmente trastornado, gritando a pleno pulmón, con las venas del cuello inflamadas y el rostro rojo por el esfuerzo, Calero se subió a uno de los transpalet eléctricos y empezó a embestir contra las cajas que contenían cientos de bombillas. La catástrofe fue inevitable. De repente el suelo vibró y toda la estructura de los estantes se vino abajo dejando sepultados a los tres chorizos.
Por fortuna Serna llevaba consigo su teléfono móvil y pudo avisar a los bomberos de su penosa situación. El cachondeo fue generalizado en el pueblo y alrededores, y durante semanas las portadas de los periódicos locales y nacionales que se habían hecho eco de la noticia circularon de mano en mano, para finalmente encontrar su lugar en las vitrinas de trofeos de la asociación de vecinos, donde permanecieron muchos años para escarnio de los protagonistas.
Nadie olvidó aquellos titulares, que con mucha guasa, retrataron a la perfección la incompetencia de aquellos tres personajes:
“Tres delincuentes, de muy pocas luces, acaban sepultados bajo miles de bombillas cuando intentaban robar jamones en una nave industrial”.
Ilustración: Ana Palmero.
Muy buen relato, Raquel. La moraleja nos viene a decir aquello de "quienes con niños se acuesta..." :)
ResponderEliminarQuizás haya una segunda oportunidad con otros ayudantes.
En serio, me ha hecho no perder ni una coma desde el principio hasta el fin.Repito: Muy buen relato.
Mil besos y mil rosas.
Muchas gracias, Malena, por leerlo y darme tu opinión. Me gusta esa moraleja, aunque cuando lo escribí pensaba más bien en eso de "si quieres hacer un buen trabajo hazlo tu mismo", pero esa le va muy bien también.
ResponderEliminarMuchos besos :)
Pues sí que fueron inútiles. Muy bueno el relato y con moraleja. Abrazos
ResponderEliminarMuchas gracias, Ligia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jajaja, que gran relato Raque, me encanta todo el humor que has destilado en el. La verdad es que si algo puede salir mal, saldrá mal, sobre todo si confías en inútiles como Torrubiano y Serna, que aunque ficticios pueden ser muy reales.
ResponderEliminarUn beso muy grande y sigue escribiendo así.
:D
Raquel te felicito, me ha encantado el relato. Me he reído con estos personajes que has creado, incluso me han dado lástima, que cada vez las cosas se iban poniendo peor, y que no hacían una al derecho xd.
ResponderEliminarMuchos besos!!
Muchas gracias, hermanita.
ResponderEliminarUn beso grande :))
Gracias Virginia por darme tu opinión. En el fondo, de etan patosos, dan pena y todo, es verdad :))
Un beso.