Nadie hubiera podido imaginar que aquella chica desgarbada sin encantos aparentes era la reina del Red House, uno de los clubs de jazz más influyentes al oeste de Nueva Orleans.
Se llamaba Bellamy Wright pero nadie la llamaba así. No tenía familia. No conoció a su padre y su madre murió cuando ella tenía siete años. Durante un tiempo recorrió distintos orfanatos hasta que Ethel, su abuela materna, la encontró. Ethel la acogió en la pequeña casa familiar de un dormitorio, ilusionada de tenerla al fin consigo. A pesar de la pobreza en la que vivían, Bellamy fue muy feliz. Una felicidad que se esfumó cuando su tío Ed se mudó con ellas.
Su tío, alcohólico y drogadicto, le propinaba palizas diarias sin que su abuela, que estaba casi ciega y tenía dificultades para moverse, pudiera hacer nada para defenderla. Bellamy, amedrentada por el carácter inestable e iracundo de su tío, soportó los malos tratos sin rechistar; hasta que la situación se volvió insoportable. Un día, de madrugada, con un esguince en un pie y dos costillas rotas, Bellamy huyó.
No fue muy lejos. Durante meses deambuló por las sucias calles del suburbio de Laplace sobreviviendo gracias a la caridad o a lo que conseguía robar. Por fortuna Big Wilson se cruzó en su camino.
Los años en orfanatos y las palizas constantes habían hecho de Bellamy Wright una criatura retraída y asustadiza. Su constitución, delgada y de baja estatura, a pesar de sus doce años cumplidos, su timidez enfermiza, impresionaron vivamente a Big. Como un animal maltratado Bellamy huía de todo contacto. Sus ojos negros e inmensos irradiaban desconfianza pero también inteligencia. Había un halo en tornó a ella que atraía las miradas a pesar de su fealdad.
A Bellamy no le gustaba Big. Su cara agujereada le causaba un profundo rechazo, al igual que su complexión titánica. A Big tampoco le gustaba Bellamy. La consideraba inferior, le asustaba su silencio, sus ojos enormes e insoldables. No comprendía a aquel ser apocado pero se sentía identificado con ella. Él también había salido de la calle, y como ella estaba solo en el mundo.
Bellamy comprendió que podía considerarse afortunada, pues nadie haría nada parecido por ella. Lo que le ofrecía Big no era el paraíso, iba a tener que trabajar como una esclava en las cocinas del Red House, pero no le asustaba el trabajo, y se alegraba enormemente de que aquel gigante no la encontrara atractiva. Sabía que podía estar segura a su lado.
Y así fue como Big Wilson le procuró un cobijo, comida y sus primeros zapatos.
Como Bellamy nunca había tenido zapatos no conseguía hacerse a ellos; le apretaban, le incomodaban y siempre que podía se descalzaba porque así se sentía más libre. Así que todo el mundo empezó a llamarla “Sin zapatos” porque era más fácil de recordar que su nombre original. En las cocinas del Red House conoció a Annie Mae, la cocinera, que rápidamente se convirtió en una madre de adopción y fue la primera que se dio cuenta de su don.
Bellamy tenía una prodigiosa voz. Cuando ella cantaba no existía nada más. Nada importaba, porque aquella voz lo llenaba todo. Cuando Bellamy cantaba era el ser más hermoso de la tierra. Un día Big la escuchó y vio la oportunidad de negocio que se le presentaba.
La chiquilla no era gran cosa, nadie que la hubiera visto hubiera dado un centavo por ella, pero aquella poderosa voz compensaba con creces su aspecto insignificante.
Sobre el escenario, a contra luz, Bellamy se transformaba. Si bajo las tablas era una muchacha timorata, inexperta, y poco agraciada, sobre el escenario nadie podía igualar su elegancia, su sensibilidad, su pasión.
Y así fue como a los quince años Bellamy encontró su vocación.
Cada noche en el Red House ella cantaba y soñaba con convertirse en una artista de renombre. De noche Bellamy era la reina, de día seguía siendo la misma limpia cenizas, sin amor, sin familia y sin educación. Sólo en el escenario se sentía querida e importante, y aunque en un principio eso le bastaba, con el paso del tiempo no fue suficiente. Sentía que se derramaba, que le faltaba algo; algo que ni siquiera su música conseguía llenar del todo.
Un día alguien dispuesto a ayudarle a salir del ghetto la oyó. Nadie le había regalado los oídos nunca, y aquellos elogios le hicieron perder la cabeza.
Aquel hombre le ofrecía todo, y Big Wilson presenció con impotencia como la alejaba de él.
Él estaba habituado a vivir sin afecto, y pensaba que ella también podría acostumbrarse. Aunque había llegado a apreciarla nunca se lo dijo. Big sentía que bastaba con sus atenciones; tenía comida y un techo. La había sacado de la pobreza aunque nunca le diera grandes cosas. Pero no era suficiente, se había olvidado de lo más importante, de los abrazos, del amor, de la comprensión, de la amistad.
Y aquella era la última noche para los dos. Bellamy iba a cantar en el Red House por última vez y nadie quería perdérselo.
La oscura y calurosa sala estaba repleta. El humo de los cigarros ascendía al techo. El murmullo ensordecedor de cientos de personas flameaba en el ambiente como una ola. Una ola que cesó cuando ella salió al escenario. A contra luz, siempre a contra luz. Una trompeta rompió el silencio al que se le unieron un piano y un saxofón. Entonces su voz surgió, poderosa, espesa, elevando la temperatura ambiente. Nadie hubiera dado un centavo por aquella chica fea y apocada, pero cuando Bellamy cantaba nadie podía dejar de mirarla, de maravillarse con su increíble voz.
Desde un rincón en penumbras Big la escuchó con lágrimas en los ojos. No tenía derecho, se dijo, a privarla de la vida de comodidad que iba a encontrar en Nueva York. No podía hacerlo aunque se rompiera en mil pedazos. Ella tenía derecho a ser amada por una vez, a sentir el amor que él le había negado y que tanto había rechazado temeroso de sus propios sentimientos. Había perdido la oportunidad.
De un trago apuró su vaso de whisky. Aquella noche necesitaba olvidar.
Como Bellamy nunca había tenido zapatos no conseguía hacerse a ellos; le apretaban, le incomodaban y siempre que podía se descalzaba porque así se sentía más libre. Así que todo el mundo empezó a llamarla “Sin zapatos” porque era más fácil de recordar que su nombre original. En las cocinas del Red House conoció a Annie Mae, la cocinera, que rápidamente se convirtió en una madre de adopción y fue la primera que se dio cuenta de su don.
Bellamy tenía una prodigiosa voz. Cuando ella cantaba no existía nada más. Nada importaba, porque aquella voz lo llenaba todo. Cuando Bellamy cantaba era el ser más hermoso de la tierra. Un día Big la escuchó y vio la oportunidad de negocio que se le presentaba.
La chiquilla no era gran cosa, nadie que la hubiera visto hubiera dado un centavo por ella, pero aquella poderosa voz compensaba con creces su aspecto insignificante.
Sobre el escenario, a contra luz, Bellamy se transformaba. Si bajo las tablas era una muchacha timorata, inexperta, y poco agraciada, sobre el escenario nadie podía igualar su elegancia, su sensibilidad, su pasión.
Y así fue como a los quince años Bellamy encontró su vocación.
Cada noche en el Red House ella cantaba y soñaba con convertirse en una artista de renombre. De noche Bellamy era la reina, de día seguía siendo la misma limpia cenizas, sin amor, sin familia y sin educación. Sólo en el escenario se sentía querida e importante, y aunque en un principio eso le bastaba, con el paso del tiempo no fue suficiente. Sentía que se derramaba, que le faltaba algo; algo que ni siquiera su música conseguía llenar del todo.
Un día alguien dispuesto a ayudarle a salir del ghetto la oyó. Nadie le había regalado los oídos nunca, y aquellos elogios le hicieron perder la cabeza.
Aquel hombre le ofrecía todo, y Big Wilson presenció con impotencia como la alejaba de él.
Él estaba habituado a vivir sin afecto, y pensaba que ella también podría acostumbrarse. Aunque había llegado a apreciarla nunca se lo dijo. Big sentía que bastaba con sus atenciones; tenía comida y un techo. La había sacado de la pobreza aunque nunca le diera grandes cosas. Pero no era suficiente, se había olvidado de lo más importante, de los abrazos, del amor, de la comprensión, de la amistad.
Y aquella era la última noche para los dos. Bellamy iba a cantar en el Red House por última vez y nadie quería perdérselo.
La oscura y calurosa sala estaba repleta. El humo de los cigarros ascendía al techo. El murmullo ensordecedor de cientos de personas flameaba en el ambiente como una ola. Una ola que cesó cuando ella salió al escenario. A contra luz, siempre a contra luz. Una trompeta rompió el silencio al que se le unieron un piano y un saxofón. Entonces su voz surgió, poderosa, espesa, elevando la temperatura ambiente. Nadie hubiera dado un centavo por aquella chica fea y apocada, pero cuando Bellamy cantaba nadie podía dejar de mirarla, de maravillarse con su increíble voz.
Desde un rincón en penumbras Big la escuchó con lágrimas en los ojos. No tenía derecho, se dijo, a privarla de la vida de comodidad que iba a encontrar en Nueva York. No podía hacerlo aunque se rompiera en mil pedazos. Ella tenía derecho a ser amada por una vez, a sentir el amor que él le había negado y que tanto había rechazado temeroso de sus propios sentimientos. Había perdido la oportunidad.
De un trago apuró su vaso de whisky. Aquella noche necesitaba olvidar.
Te aseguro que pensé que hablabas de un personaje real, de una cantante de jazz o blues. Me cautivó hasta el final que vi en la etiqueta que decía Relatos...
ResponderEliminarEnhorabuena. Abrazos
Estupendo relato, tan veridico que estuve a punto de buscar por youtube a Bellamy Wright para oír su voz... jeje. Te felicito me encantó. ;)
ResponderEliminarUn beso
Muchas gracias, Ligia :)
ResponderEliminarUn abrazo.
Podría ser real, de hecho me inspiré en la vida de estos artistas de jazz y blues con infancias y vidas tan trágicas.
Un beso.
Gracias a las dos.
Mi querida Raquel: Tu escrito es para levantarse y aplaudir con ganas. Llama la atención desde el principio hasta el final y juegas con todos los sentimientos haciéndolos creibles.Enhorabuena.
ResponderEliminarMil besos y mil rosas.
Raquel, corazón, ¿te sabría mal que pusiera tu nombre y tu enlace abajo del post con nosotros? Me haría ilusión.
ResponderEliminarGracias Malena, me animas mucho.
ResponderEliminarY por supuesto que estaría encantada de que pusieras mi nombre junto al vuestro en ese magnifico post.
Un beso grande.
Raquel, me ha parecido tan real al leerlo que la vida de Bellamy traspasaba el relato. Lo he leído dos veces y salvando el atlántico me venía al oído la voz de Edith Piaf durante la lectura. Una vida parecida y una voz que superaba su figura. Te dejo un enlace:
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=M5gpBncR8zI
Me ha gustado muchísimo tu relato. El final es un tanto triste pero lo prefiero a un final feliz e irreal. Perfecto.
Un abrazo.
No sabes como me anima leer eso, Durrell. Pocas veces me gusta lo que escribo, pero me alegra saber que alguien lo ha leído y que además le ha gustado. Me siento satisfecha sólo con eso.
ResponderEliminarMe ha emocionado y conmovido escuchar a Edith Piaf, y creo que, salvando las distancias, si Bellamy viviera creo que ese sería el sentimiento que provocaría en la gente. Así que me ha gustado mucho la comparación.
Es un lujazo tremendo poder escuchar una voz como la de Edith, gracias por traerla a este desván.
Un beso grande.
Mientras leía estaba deseando buscar a esta cantante en youtube...me has dejado con la boca abierta
ResponderEliminarEnhorabuena eres genial escribiendo¡¡
Un beso¡¡
Bello relato de persoanjes al margen de la cotidianidad, personas tiernas y bellas en el mejor sentido...un fuerte abarzo y my felices fiestas.
ResponderEliminarMil gracias Joseba.
ResponderEliminarUn beso.
Muchisimas gracias, Prometeo.
Felices fiestas para ti y los tuyos.
Un abrazo.