Las campanas de la torre sonaban débiles desde su atalaya de piedra. El pueblo lejano, apagado bajo la luz grisácea de la mañana, exhalaba un silencio sepulcral, casi amenazador.
Mis manos crispadas sobre las rejas de la húmeda celda, apretadas contra el oxido carcomido, adquirían un tono azulado. Pero no sentía el dolor ni el frío, mis sentidos estaban paralizados. Aunque quería evitarlo mis ojos devoraban el paisaje desolado con la impaciencia y la agitación del sueño. Intuía en la garganta el final de mi sufrimiento, avanzando inexorable desde las sombras del valle, resonando como aquellos cascos distantes sobre los sembrados.
Amparado en las sombras tenues de la estrecha celda, cara a cara con el silencioso monje, terminé el relato de mi horrible crimen.
La deseaba, no trato de exculparme, pero el deseo reprimido largo tiempo me había enloquecido. La había amado en silencio obligándome a aceptar que nunca sería mía. Había luchado contra mis emociones sin éxito. Ella estaba en mis pensamientos día y noche y cada fibra de mi piel gemía de impotencia, de ansias por tenerla, por sentirla.
Aquella noche, agonizante, entendí que sólo había un remedio para mi mal, y salí en su busca.
Seguí el camino que me había conducido tres años atrás a aquel exilio, expulsado de la escuela a la que me habían destinado en cuanto terminé mis estudios de maestro por desobediencia grave. Crucé el puente y bordeé la laguna reviviendo las impresiones que aquel lugar había causado en mi ánimo. Dudé un instante, sintiendo que se apoderaba de mí la debilidad, y una vez más su rostro apareció en la niebla de mi memoria para disipar toda vacilación. Continué, abatido ante la perspectiva de ser rechazado otra vez. Pero la huella de sus ojos fríos en mis retinas había reavivado mi ansiedad y me sentí enfermo, febril, y más dispuesto que nunca a enfrentarla.
Ella sólo era una niña, demasiado mayor para que pudiera verla como tal. Una niña de ojos perversos que sabía como utilizar la influencia que ejercía en mí. Había querido evitarla, inmunizarme a su presencia pero ella sabía como hallarme, como hacerse notar.
Desalentado, comprobé que su influencia crecía. Un día dejó de ir a la escuela. Yo estaba desesperado. Empecé a dedicar mis días a seguirla. Ella me intuía casi siempre y muchas veces se volvía para mirarme, sonriéndome con altanería. Sonreía mientras yo me rompía en pedazos.
Descuidé mis obligaciones. No me importaba. No me importaba nada. Yo sabía que si pudiera dejar de verla me curaría. Escribí a un amigo de infancia suplicándole que me alojara en su casa durante un tiempo. Pasé dos años fuera y creí haberme recuperado. Pero no fue así.
Encontré una excusa para volver pero lo que hallé a mi regreso me derribó sin contemplaciones. La niña maliciosa de antaño se había hecho mujer, y me miraba con indiferencia acunando entre sus brazos a un bebé regordete. Iba de la mano de un hombre mayor, y aunque supe que me había reconocido apenas desvió la vista.
Acusé el golpe en el alma. Seguía amándola pero aquel desprecio había abierto viejas heridas.
Después de cruzar el puente seguí el camino hasta la colina, y esperé. Cuando salió de la casa en busca de agua fresca del pozo la asalté. La llevé en vilo hasta la laguna sin hacer caso a sus lloros. Mi corazón palpitaba sin control. Cuando la solté se volvió para mirarme y me maldijo.
Se quedó mirándome a los ojos, y sentí como el agua de la laguna reverberaba en sus pupilas retadoras. Me desafió. En sus labios aquellas palabras me llenaron de vergüenza. La deseaba, a la fuerza si hiciera falta. No me importaba de qué forma. Di un paso al frente y ella retrocedió asustada por primera vez. Su miedo me dio alas, me sentí poderoso, capaz de todo. Avancé mientras su resistencia cedía derivada por el temor. La sujeté de un brazo y ella gritó. Me complació sentir su pánico. Forcejeamos, y consiguió zafarse de mis manos. Aterrada, trastabilló sobre los guijarros de la orilla y cayó de espaldas golpeándose la cabeza contra una roca. Se quedó inmóvil sobre las aguas negras. No hice nada por sacarla de allí, me quedé mirando como la corriente se la llevaba suavemente, mecida como una niña dormida hasta que finalmente se hundió, llevándose consigo la luz de mi vida. La luna se veló y todo quedó en penumbras.
Mis manos crispadas sobre las rejas de la húmeda celda, apretadas contra el oxido carcomido, adquirían un tono azulado. Pero no sentía el dolor ni el frío, mis sentidos estaban paralizados. Aunque quería evitarlo mis ojos devoraban el paisaje desolado con la impaciencia y la agitación del sueño. Intuía en la garganta el final de mi sufrimiento, avanzando inexorable desde las sombras del valle, resonando como aquellos cascos distantes sobre los sembrados.
Amparado en las sombras tenues de la estrecha celda, cara a cara con el silencioso monje, terminé el relato de mi horrible crimen.
La deseaba, no trato de exculparme, pero el deseo reprimido largo tiempo me había enloquecido. La había amado en silencio obligándome a aceptar que nunca sería mía. Había luchado contra mis emociones sin éxito. Ella estaba en mis pensamientos día y noche y cada fibra de mi piel gemía de impotencia, de ansias por tenerla, por sentirla.
Aquella noche, agonizante, entendí que sólo había un remedio para mi mal, y salí en su busca.
Seguí el camino que me había conducido tres años atrás a aquel exilio, expulsado de la escuela a la que me habían destinado en cuanto terminé mis estudios de maestro por desobediencia grave. Crucé el puente y bordeé la laguna reviviendo las impresiones que aquel lugar había causado en mi ánimo. Dudé un instante, sintiendo que se apoderaba de mí la debilidad, y una vez más su rostro apareció en la niebla de mi memoria para disipar toda vacilación. Continué, abatido ante la perspectiva de ser rechazado otra vez. Pero la huella de sus ojos fríos en mis retinas había reavivado mi ansiedad y me sentí enfermo, febril, y más dispuesto que nunca a enfrentarla.
Ella sólo era una niña, demasiado mayor para que pudiera verla como tal. Una niña de ojos perversos que sabía como utilizar la influencia que ejercía en mí. Había querido evitarla, inmunizarme a su presencia pero ella sabía como hallarme, como hacerse notar.
Desalentado, comprobé que su influencia crecía. Un día dejó de ir a la escuela. Yo estaba desesperado. Empecé a dedicar mis días a seguirla. Ella me intuía casi siempre y muchas veces se volvía para mirarme, sonriéndome con altanería. Sonreía mientras yo me rompía en pedazos.
Descuidé mis obligaciones. No me importaba. No me importaba nada. Yo sabía que si pudiera dejar de verla me curaría. Escribí a un amigo de infancia suplicándole que me alojara en su casa durante un tiempo. Pasé dos años fuera y creí haberme recuperado. Pero no fue así.
Encontré una excusa para volver pero lo que hallé a mi regreso me derribó sin contemplaciones. La niña maliciosa de antaño se había hecho mujer, y me miraba con indiferencia acunando entre sus brazos a un bebé regordete. Iba de la mano de un hombre mayor, y aunque supe que me había reconocido apenas desvió la vista.
Acusé el golpe en el alma. Seguía amándola pero aquel desprecio había abierto viejas heridas.
Después de cruzar el puente seguí el camino hasta la colina, y esperé. Cuando salió de la casa en busca de agua fresca del pozo la asalté. La llevé en vilo hasta la laguna sin hacer caso a sus lloros. Mi corazón palpitaba sin control. Cuando la solté se volvió para mirarme y me maldijo.
Se quedó mirándome a los ojos, y sentí como el agua de la laguna reverberaba en sus pupilas retadoras. Me desafió. En sus labios aquellas palabras me llenaron de vergüenza. La deseaba, a la fuerza si hiciera falta. No me importaba de qué forma. Di un paso al frente y ella retrocedió asustada por primera vez. Su miedo me dio alas, me sentí poderoso, capaz de todo. Avancé mientras su resistencia cedía derivada por el temor. La sujeté de un brazo y ella gritó. Me complació sentir su pánico. Forcejeamos, y consiguió zafarse de mis manos. Aterrada, trastabilló sobre los guijarros de la orilla y cayó de espaldas golpeándose la cabeza contra una roca. Se quedó inmóvil sobre las aguas negras. No hice nada por sacarla de allí, me quedé mirando como la corriente se la llevaba suavemente, mecida como una niña dormida hasta que finalmente se hundió, llevándose consigo la luz de mi vida. La luna se veló y todo quedó en penumbras.
Los cascos de los caballos se detuvieron frente a las dependencias del viejo fraile. Tres hombres irrumpieron en la celda, para arrestarme. No opuse resistencia.
Después de tres años de agonía mi corazón se había liberado. Había vencido a la enfermedad.
Un relato verdaderamente sobrecogedor, y muy original. Abrazos
ResponderEliminarMe quedo sin palabras. Genial aunque si me pidieras que ubicara el relato, me has hecho sentirlo en el siglo XVII.
ResponderEliminarMuchas veces he pensado hasta sentirlo, que el mejor amor, el cierto, siempre va de la mano de la muerte.
Un abrazo, y te seguiré.
Luis Carlos
colordelamadera.blogspot.com
PD: Y me gustará siempre el logo del mejor Woodstock, el del 69, este que usas.
Muy buen relato, te felicito.
ResponderEliminarEs bastante desgarrador y su final es impactante, triste y supongo que apropiado porque el amor y la posesión no son lo mismo, y nunca hay que confundirlos.
No dejo de pensar que aunque sea sólo un relato, la realidad supera a la ficción. ojala no pasen esas cosas en este mundo, pero pasan y acaban en muerte.
Besitos :)
Buen relato, denso, angustioso hasta el final sobrecogedor e inesperado, como el comienzo de una novela de fantasia medieval...un abarzo, piensa en continuarla.
ResponderEliminarGracias, Ligia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola Luis Carlos, bienvenido y gracias por comentar.
Efectiamente escribí el relato pensando en la edad media, finales de la edad media mas bien.
Un abrazo.
Gracias, Ana; con tus correciones, el relato mejoró bastante. Muy cierto lo que dices, muchas veces la realidad supera a la fición, y desgraciadamente este es un tema muy actual.
Besitos :)
Gracias Prometeo. En realidad me gusta mucho más escribir cosas largas que relatos cortos, asi que esta historia puede que la haga más larga.
Un saludo.
dicen que el amor es egoista. En algunos casos, como el de este pobre chico, llega a ser una patología psicótica.
ResponderEliminarQué terrible fuerza ejercen las pasiones sobre las almas, ay.
Besos!
Desgraciadamente es así, NoSurrender. Más que amor, obsesión.
ResponderEliminarBesos.