13 de noviembre de 2007
Siempre me ha entristecido el otoño, con sus colores apagados y esa aura de nostalgia que parece envolverlo todo. Los días se acortan y empieza a hacer frío. La gente corre a resguardarse al interior de sus hogares, a los cafés o centros comerciales, donde se está caliente y cómodo. Se encienden las estufas, se sacan las mantas del altillo, se compran calcetines y bufandas, y se cierran bien las ventanas para que no se cuele el frío que entumece. Las comidas se sirven muy calientes, para que sientan bien al estómago. En las calles el olor de las castañas asadas flota por encima de los que deambulan encogidos, parapetados tras sus abrigos.
Siempre me ha entristecido está época del año porque recuerdo cuando, allá en mi infancia, tenía que volver al colegio. Supongo que aún hoy sigo asociándolo a ese momento, casi trágico, de regresar a las obligaciones, de decir adiós al verano, a los días interminables de juegos y aventuras. Pero ahora el otoño tiene otro aire para mí. Su madurez me resulta interesante, sus colores serenos y plácidos, sus olores reconfortantes, y su tristeza, esa de los días de nubes y charcos, inspiradora.
Hay una magia en estos días que adormece, y al mismo tiempo aviva los sentidos.
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